Los estragos que ha causado la ola invernal en Cundinamarca no pueden verse como un episodio más de la temporada de lluvias. Hay que tener claro que son también anuncio de las nuevas realidades climáticas y en esa medida deben dejar lecciones en cuanto a la manera de afrontarlos y cómo prevenir que las lluvias causen tantos daños. Las tragedias, como tantas veces se ha dicho, no son naturales. Siempre es posible adelantarse.
Las imágenes de ríos desbordados, familias evacuadas y vías colapsadas en municipios como Sibaté, Cajicá,Tena, Soacha y La Mesa son testimonio de una emergencia que exige más que atenciones coyunturales, que desde luego son necesarias. Es momento de hablar con franqueza sobre lo que está fallando en atención y prevención de desastres y sobre lo que debe hacerse de cara a un clima cada vez más incierto e inclemente.
El primer paso es la preparación. Cada municipio debería contar, por norma y por sensatez, con una partida presupuestal suficiente para sus cuerpos de bomberos y para planes de atención de desastres. No se trata de gastos superfluos, sino de inversiones vitales que pueden salvar vidas y evitar daños mayores. Pero lo anterior no obsta para advertir que el ordenamiento territorial es otro frente crítico. Los planes de ordenamiento territorial deben actualizarse con urgencia, integrando los nuevos mapas de riesgo que deja la alteración climática. Seguir construyendo en zonas vulnerables o cerca de cauces inestables es una receta segura para la tragedia.
En suma, la solidaridad interinstitucional también debe jugar un papel clave. Bogotá puede –y debería– estar más dispuesta a apoyar al departamento, con recurso humano y, por ejemplo, maquinaria amarilla, especialmente ahora que la emergencia desborda las capacidades locales en algunos casos. Que esta ola invernal no se repita sin que algo estructural haya cambiado.