Las cifras son contundentes. En el mundo hay 1.300 millones de consumidores de tabaco, y de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), esta práctica mata a más de 8 millones de personas cada año, de las cuales 7 millones son fumadores activos, y más de un millón, personas afectadas por humo de fuentes ajenas.
Estos datos deberían ser suficientes para entender que el cigarrillo y todos sus similares son productos altamente peligrosos. A lo anterior se suma que quienes están ligados al consumo de tabaco y sus derivados viven 10 años menos que el resto de la población, y que la mortalidad atribuible a estos productos solo en América Latina representa el 15 % de las defunciones por enfermedades cardiovasculares, la cuarta parte por cáncer y el 45 % por enfermedades crónicas respiratorias, en una afectación tan alarmante que la mitad de los fumadores morirán por una enfermedad causada por el tabaco, al punto de que este es el único producto de consumo legal que termina con la vida de la mayoría de sus s, incluso cuando se utiliza exactamente de acuerdo con las indicaciones del fabricante.
Además de las pérdidas de vidas, se estima que los costos económicos derivados del tabaquismo a nivel mundial –por gastos en salud y pérdidas de productividad– bordean los 1,4 billones de dólares, lo que hace algún tiempo equivalía a cerca del 2 por ciento del PIB anual del planeta.
Algunos productos que se promueven como sustitutos inofensivos o de menor riesgo son igualmente peligrosos.
Aunque no hay que dejar de lado que la industria tabacalera hace presencia en un contexto legal, algunas de las empresas que la conforman gastan al año más de 8.000 millones de dólares en mercadeo y publicidad que impactan en niños y adolescentes, como lo han demostrado algunos estudios de reciente publicación en el país, con lo que se desconoce que la exposición en edades tempranas a estos productos multiplica los riesgos antes descritos.
Entonces, de lo que se trata es de defender no solo la vida y la salud de unas sustancias altamente nocivas, sino también el impacto que su fabricación deja para el medioambiente, que no es menor y, según la OMS, ha acabado con más de 600 millones de árboles, emitido 84 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera y gastado 22.000 millones de litros de agua, que difícilmente se recuperan.
Por todo lo anterior “no fumar” no puede ser una recomendación normalizada y no cumplida. Abogar por su cumplimiento es un imperativo colectivo que ya el mundo ratificó a través del Convenio Marco para el Control del Tabaco, el primer tratado internacional de salud pública negociado bajo los auspicios de la Organización de las Naciones Unidas, y que en el país fue ratificado a través de la Ley 1335 de 2009, que contiene todas las líneas estratégicas para garantizar una autonomía respiratoria marcada por espacios libres de humo, e integrales líneas de acción que le apuntan a que el consumo de estos productos nocivos ojalá prontamente se erradique.
Todo ello sin dejar de lado que algunos productos que se promueven como sustitutos inofensivos o de menor riesgo (como vapeadores, calentadores de tabaco, etc.) son igualmente peligrosos. Es lo menos que se puede decir en la semana que el mundo destina cada año para insistir en que la actitud antitabaco debe ser general.
EDITORIAL