La metáfora de la Navidad, o sea el mito del viaje de María y de José en busca del lugar en donde habrá de nacer el hijo de Dios, sigue describiendo con precisión y con fuerza la experiencia humana en la Tierra: hoy en día, cuando el mundo lidia con conflictos sembrados décadas atrás, trata de reivindicar las promesas fundamentales de las democracias y hace lo que puede para contener los embates de una pandemia que cumple dos largos años ya, la metáfora de la Navidad no solo nos sugiere el contraataque de las viejas estructuras del poder, sino que nos invita a recobrar la fe en los comienzos.
No es necesario ser una persona religiosa para apreciar el relato de la Navidad como un relato sobre las segundas oportunidades, sobre la vida humana como un lugar en el que nada está perdido mientras no llegue la muerte: basta pensar en los villancicos de antes y en los de ahora, y en las películas en las que alguien es redimido por obra y gracia de la Navidad, para saber que prepararse para la Nochebuena es hacerlo para una tregua y una vida nueva; basta acudir a los grandes clásicos de la narrativa navideña, a Andersen, a Dickens, a Hoffman, para asumir estos días como tiempos para renovar el exigente compromiso con la esperanza.
Y, sin embargo, quienes hayan estado al día en la colombianísima tradición de la Novena de Aguinaldos habrán notado que semejante rito no es más que la puesta en escena del mito de un tiempo oscuro para la humanidad –un tiempo de viejos déspotas dispuestos a lo que sea con tal de detener la llegada de un mundo más dado a convertir a los extraños en prójimos– en el que no obstante empieza a asomarse una luz de estrella que guía a todo aquel que esté dispuesto a vivir el viaje de la violencia a la convivencia, del sálvese quien pueda hacia la solidaridad.
Hoy, cuando la lucha de las mujeres por la igualdad nos lidera a todos en la defensa de la democracia, la figura de María es la de la fortaleza que estamos requiriendo para reparar el planeta, para cuidar la vida en todas sus formas, para ser posibilitadores de un cambio hacia el ambientalismo, hacia el diálogo, hacia la inclusión, hacia el entendimiento: durante siglos, María, la virgen, la madre de Dios, nos ha estado llamando al equilibrio entre la experiencia masculina y la experiencia femenina, a darle al mundo el cuidado de una madre, pero ahora más que nunca, cuando las estructuras patriarcales se revelan insuficientes, su lucidez, su generosidad y su coraje son criterios fundamentales para seguir viviendo.
Hoy, cuando la lucha de las mujeres por la igualdad nos lidera a todos en la defensa de la democracia, la figura de María es la de la fortaleza que estamos requiriendo para reparar el planeta.
José, el padre adoptivo que nos recuerda que los hijos no se tienen como posesiones sino que se acompañan como vidas ajenas, como milagros, ha sido por los siglos de los siglos símbolo de desprendimiento, de fidelidad, pero en estos tiempos de replantear las masculinidades puede leerse también como un llamado al equilibrio entre los géneros su valerosa decisión de ser el gregario –el personaje secundario que poco a poco va comprendiendo su función en la trama– listo a escoltar a aquellos dos que le han tocado en suerte.
La Virgen, San José y el Niño son la más fiel imagen de la familia, con sus dramas, sus alegrías e incertidumbres. La madre abnegada, el padre laborioso y protector y el Niño como centro y señal de esperanza y vida. Y es inevitable pensar en los niños de este tiempo, de este país, tan frágiles y atropellados, muchas veces, en todos sus derechos. En la protección de esa familia que hoy se reúne en torno de un pesebre es que se necesita pensar como Estado y como sociedad. Y sí que resulta esclarecedora, hoy, la silueta de José y María en esa historia de carretera a lomo de burro que termina en aquel portal en el que la historia de la humanidad vuelve a comenzar.
Por una parte, se trata de la odisea de un par de migrantes perseguidos por sus regímenes y por sus circunstancias, puesta al día en un año, el 2021, en el que 160 expatriados han muerto en naufragios en las costas de Libia; Estados Unidos ha reanudado el programa ‘Quédate en México’ y ha sido en medio de las fotografías devastadoras de los afganos que tratan de huir de su país y de las brutales imágenes de agentes fronterizos persiguiendo a caballo a los haitianos desterrados por los lados del Río Grande; y, según reporta la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), hasta octubre en Colombia se había registrado el desplazamiento forzado de 60.551 personas.
Se trata, en fin, del relato de una familia, atípica como todas las familias, en la que se renueva la vocación humana a la transformación, a la iluminación justo cuando se está diciendo a diestra y siniestra que todo está perdido. De ahí su belleza. De ahí su vigencia.
Feliz Navidad, queridas lectoras y lectores de EL TIEMPO, que la narración de aquel nacimiento renueve para ustedes la celebración y el cuidado de la vida.
EDITORIAL