Dos informes conocidos esta semana, uno de Human Rights Watch (HRW) y otro del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), confirman la percepción de que el orden público del país sigue en franco deterioro, que las políticas del actual gobierno para alcanzar acuerdos con los grupos armados no han dado los frutos esperados y que, al contrario, han servido en más de un caso para que estas organizaciones violentas se fortalezcan. Todo lo anterior se ha traducido en un mayor sufrimiento para los civiles de amplias zonas que hoy se disputan los criminales.
Es preocupante que no se pueda hablar de una reacción eficaz del Gobierno ante esta grave e incontrovertible realidad. El caso del Catatumbo lo ejemplifica: si bien el Ejecutivo respondió ante la crisis por el desplazamiento de unas 60.000 personas –el mayor episodio de este tipo en la historia reciente del país– declarando una conmoción interior para esta zona y con múltiples promesas, dos meses después de detonada la emergencia, la situación no mejora. Las entidades a cargo desafortunadamente no logran pasar de las palabras a los hechos.
Historia similar es la del Cauca, que el año pasado, con la recuperación de El Plateado, fue escenario de una intervención estatal parecida a la del Catatumbo. La situación en esta parte del occidente colombiano ha empeorado: esta semana, con motivo del aniversario de la muerte de ‘Tirofijo’, las disidencias de las Farc lanzaron una arremetida terrorista que volvió a poner en jaque a buena parte del departamento. Y, de nuevo, la población civil en medio de del fuego, porque los violentos no discriminan.
El caso es que los tumbos en la ‘paz total’, la falta de una política de seguridad con objetivos medibles y un norte claro y una situación compleja de la Fuerza Pública, que ha perdido en los últimos años valiosos oficiales con décadas de conocimiento y experiencia, y que termina maniatada ante la confusión natural que surge del hecho de que no hay una partitura común para los distintos frentes de negociación, han derivado en una situación crítica que es la que muestra el informe del CICR.
De acuerdo con esta entidad, lejana de militancias y tampoco afín en lo más mínimo a la oposición, en 2024 “el deterioro de la situación humanitaria en Colombia alcanzó su punto más crítico en los últimos ocho años”. Sostiene el informe que el confinamiento se disparó en un 102 %, que pesadillas como la del uso indiscriminado de minas antipersonales han regresado, así como el reclutamiento de menores y la violencia sexual. En total, se registraron 382 presuntas violaciones del derecho internacional humanitario en los pasados doce meses. El perfilamiento de civiles y los ataques a los líderes sociales siguen ocurriendo y son motivo de gran preocupación. Esta radiografía confirma que hoy la guerra en Colombia ha cambiado hacia una lógica en la que la debilidad o ausencia del Estado es aprovechada por grupos que controlan rentas ilegales para asumir ellos el control social mediante silenciosos, sutiles pero muy eficaces métodos que doblegan a la gente, sembrando el miedo propio de cuando no hay contrato social.
La existencia de evidentes factores estructurales de vieja data no exime al actual gobierno de ocuparse en resolver la grave situación de aquellos tan presentes en la retórica pero ausentes en la ejecución
En el Catatumbo se materializa la fase más degradada de esta realidad. Como lo confirma HRW, el frente 33 de las disidencias de las Farc no solo aprovechó la ausencia estatal, sino que se fortaleció gracias al cómodo lugar que alcanzó en virtud de un proceso de paz que en nada lo comprometió y que, al contrario, le otorgó dádivas de todo tipo. Consecuencia en parte de esto fue la respuesta brutal del Eln –otro en negociaciones– que provocó el desplazamiento masivo, que está lejos aún de resolverse.
Es un panorama muy complejo, sí, pero sorprende que el plan trazado para afrontar la crisis, sesenta días después, siga en el papel. Los recursos no se ven, las medidas han sido apenas humanitarias y algunas militares, pero los habitantes que aún permanecen, así como los pocos que se han atrevido a volver, denuncian con temor cómo el Eln sigue “mandando” mientras el frente 33 prepara con hombres venidos de otros lugares del país un contraataque. La frontera con Venezuela, que no parece una prioridad de la Cancillería y debería serlo, sigue igual de porosa y ya parecen haberse cruzado todas las líneas rojas en materia humanitaria. Incluso los indígenas del pueblo barí, a quienes se les había respetado, ya están en la mira de los grupos armados.
Hoy se necesitan más acciones en el terreno y en todos los campos de la institucionalidad. Se requiere revisar, insistimos, el modelo de unos intentos de paz que los ilegales burlan y aprovechan. Por supuesto que aquí entran en juego factores estructurales de vieja data. Pero, como ocurre en otros campos, comenzando con la salud, esta realidad de ninguna manera exime al actual gobierno de su obligación constitucional de actuar en defensa del interés general, sobre todo de esos sectores vulnerables de la población tan presentes en la retórica pero tan ausentes en la ejecución. Aquí no caben excusas. Son colombianos que claman y necesitan de inmediato respaldo estatal.
EDITORIAL