Leí recientemente una teoría que, por lo brillante, me dejó absolutamente anonadada. Su autora es Mel Robbins, una famosa coach de vida, quien explica que al cumplir la mayoría de edad debemos terminar de educarnos a nosotros mismos. Esto suena obvio, pero en realidad no lo es.
Cuando somos niños, nuestros padres –si son buenos y responsables– nos ‘obligan’ a hacer todo lo que naturalmente nos incómoda o lo que no nos parece tan divertido. Por ejemplo: lavarnos los dientes, hacer tareas, vacunarnos, practicar con disciplina un deporte, irnos a dormir temprano, comer vegetales, saludar cortésmente, tener buenos modales en la mesa, no excedernos con la TV o los videojuegos, no emborracharnos ni consumir drogas, etc.
Como niños, si nos dejaran a nuestro libre albedrío, solo comeríamos lo que nos gusta, jugaríamos todo el día, jamás nos bañaríamos y evadiríamos permanentemente cualquier tipo de responsabilidad.
En la adultez no tenemos a nadie que nos dé cantaleta sobre despertarnos temprano y llegar al trabajo a tiempo, pagar las cuentas, ser respetuosos, manejar con cuidado el dinero, no excedernos con el trago o hacer cosas jartas pero importantes como el ejercicio. Cada decisión que tomamos viene de nuestra propia convicción y no porque tengamos a nuestros padres detrás de nosotros, instigándonos a cumplir con las tareas ‘difíciles’ de la vida.
Si nos acostumbraron a que siempre alguien esté a nuestro lado obligándonos a hacer aquello que nos parece tedioso, es muy difícil que más adelante nuestro cerebro se acostumbre a hacerlo por sí solo, sin tener a una persona que nos lo imponga. Creo que esta es la razón por la cual tantos jóvenes se descontrolan y no saben imponerse límites cuando se van a vivir solos. Están acostumbrados a tener a alguien ajeno a ellos mismos que les imponga fronteras y les dé direccionamiento sobre lo que más les conviene o beneficia, aun cuando implique alguna incomodidad.
Si somos conscientes de este fenómeno, entenderemos que es necesario entrenar el cerebro para despertarse temprano a hacer ejercicio porque nos hace bien, a ser puntuales porque es lo correcto, a decir la verdad porque es lo decente, a imponernos límites porque nos conviene y no porque alguien ajeno lo obligue.
La realidad es que la diferencia entre envejecer y madurar radica en qué tan conscientes somos de que es nuestra responsabilidad terminar de educarnos en la adultez.
ALEXANDRA PUMAREJO