
La decisión de dos jóvenes de convertirse en monjas de clausura
Isabel Cifuentes y Yohanna Orjuela, de 28 y 27 años, dejaron sus familias, sus parejas y sus profesiones para entregarse a la vida de clausura en Bogotá. ¿Qué las llevó a tomar este camino?
Por: María Paulina Ortiz Editora de Lecturas Twitter: @mpaulinaortiz
Las dos sonríen, en realidad se carcajean, tras la reja. Están vestidas con sus hábitos. Una con su velo blanco, que la identifica como novicia; otra con su velo café de postulante. Estos detalles los darán después, cuando avance la conversación. Por lo pronto, Isabel Cifuentes y Yohanna Orjuela sonríen y reconocen que están haciendo algo que no es habitual en el Monasterio de Santa Clara, en Bogotá, donde viven: recibir a una periodista que se sienta frente a ellas para hacerles preguntas.
Afuera llueve. Pero eso no les afecta en lo absoluto. Su mundo está de puertas para dentro.
–Llegué aquí el primero de noviembre del 2020. Mi familia lloraba cuando se estaba despidiendo, pero yo no entendía por qué –dice Isabel–. Entré con la convicción de haber sido llamada por el Señor, con un deseo muy fuerte de ser monja de clausura.
Isabel tiene 28 años. Nació en Bogotá y es ingeniera industrial de la Escuela Colombiana de Ingeniería. Creció con su padre y su abuela, rodeada de primos con quienes jugaba y se divertía. Tuvo una infancia muy feliz, recuerda. La fe católica estaba presente en su casa, pero no de forma intensa. La misa de los domingos para la abuela; ella y su padre un poco menos. Estudió en el colegio Rochester y de allí salió a iniciar su carrera. Hasta ese momento nada anunciaba el camino que iba a tomar.

Néstor Gómez / EL TIEMPO
–El llamado lo sentí cuando estaba en Francia. Una noche le pregunté al Señor si él me quería para la vida religiosa. A mi lado había una biblia y la abrí en un versículo de Isaías que dice algo así como ‘Tú serás desposada con tu creador’. Imagínese, yo preguntando y leo eso. ¡Para mí fue un sí! Lloré y me emocioné. Le dije al Señor que sí, que aceptaba ser su esposa. A partir de ese día mi vida cambió.
Isabel había viajado a París para conseguir la doble titulación de su carrera, una posibilidad que le ofrecía la universidad. Allá tenía una vida como la de cualquier joven estudiante: clases, tareas, reuniones con amigos, fiestas de vez en cuando y algunas llamadas al novio que había dejado en Bogotá. Lo diferente eran los encuentros, una vez a la semana, con un grupo de jóvenes católicos que conoció.
Junto a una amiga de ese grupo, Isabel planeó una temporada de vacaciones fuera de la ciudad. Eligieron el destino al azar y buscaron un hospedaje económico. Optaron por quedarse en un monasterio de hermanas clarisas que ofrecía ese servicio a buen precio. De día conocían los alrededores, de noche dormían en el monasterio. Cuando las vacaciones llegaron a su fin y su amiga ya alistaba el regreso, Isabel decidió quedarse unos días más: quería compartir tiempo con las monjas. Mientras les ayudaba en los oficios y les hacía preguntas, comenzó a sentir algo especial. Fue entonces cuando leyó el versículo de la Biblia que la llevó a un camino diferente.
–Al salir del monasterio me sentía distinta –recuerda Isabel–. Me corté el pelo. Lo tenía largo y me lo dejé por arriba del hombro. Paré de usar blusas de tiritas, esqueletos, y empecé a llevar ropa sin mostrar tanta piel. Todos eran impulsos míos, como para no olvidar el sí que le había dado al Señor.
“Tenía la convicción de sentirme llamada. Y pensaba: si el Señor así lo quiere, me va a ayudar a perseverar”.
Le faltaba un año para graduarse y lo cumplió, aunque con el afán de que se acabara pronto porque en su cabeza solo estaba el deseo de iniciar su vida religiosa. No tenía definido en qué comunidad lo iba a hacer, pero pensó que si el llamado lo había vivido en un monasterio de clarisas, con ellas debería ser. “Tenía su hábito clavado en mi mente: el color, la toca, el velo, todo. Oía la canción de santa Clara y me ponía a llorar. Era algo incontrolable”, dice. Cuando volvió a Bogotá ya había adelantado conversaciones con religiosas de esta comunidad y sabía los pasos que debía dar.
Isabel llegó al monasterio con una maleta llena de ropa y libros religiosos. Nada más. Su familia lloraba, ella se sentía como dormida.
–Yo sabía que una posibilidad era que entrara y al mes ya estuviera desesperada por el encierro. O que no aguantara estar sin mi familia. ¡O el simple hecho de que me dieran ganas de salir a comerme un helado! Pero tenía la convicción de sentirme llamada. Y pensaba: si el Señor así lo quiere, me va a ayudar a perseverar. Si no me ahoga el encierro, es porque me quiere aquí. Después de un año y medio, la reja y la clausura es lo que menos me afecta.
–¿Ha tenido alguna duda durante este tiempo? –le pregunto.
–Uno se cuestiona, claro. Quizás algún día en que he estado cansada o triste. Porque no todo es alegría. Hay momentos en que pienso: mi familia, mis amigos, tener hijos, viajar. Esos temas llegan porque seguimos siendo humanas. Pero lo que hago es esto: si la duda sigue una semana, le pongo atención. Si no, es porque es pasajera. Y siempre se me pasa al día siguiente. El Señor me quiere aquí.
Pobreza, castidad, obediencia y clausura. Estos son los cuatro votos de la Orden de Santa Clara, conocida como las clarisas, comunidad que se fundó en 1212 y que en Colombia existe desde el siglo XVI. Su monasterio en Bogotá –que después de ocupar la clásica esquina en el centro tiene su sede en el norte– se fundó en 1629. Hoy existen treinta y dos monasterios de esta orden en el país, con más o menos monjas. Algunos tienen ocho, diez, veinte. El que más (en Garzón, Huila) suma sesenta hermanas. En Bogotá son veintiuna.
“Si no llegan vocaciones jóvenes, esto se va acabando. Por eso le pedimos a Dios que nos envíe”, dice la madre superiora. Reciben varias llamadas, pero pocas se deciden a entrar. “No todo el mundo está preparado para esta vida”.
Yohanna Orjuela, sentada junto a Isabel, asiente cuando oye las palabras de la superiora. Y agrega:
–Claro. Porque una cosa es que vengan a un retiro de quince días y otra que estén aquí hasta que mueran y las lleven al mausoleo.
Luego de casi cinco años en el monasterio, Yohanna está a punto de recibir los votos de neoprofesa. Esto quiere decir que dejará de ser novicia para convertirse en hermana. El velo que usará a partir de esta nueva etapa será de color negro. Tiene 27 años y una firmeza en su vocación que se percibe en cada frase. Y en cada sonrisa, también, cuando habla de su fe.

Néstor Gómez / EL TIEMPO
Alcanzó a trabajar como contable en una empresa de seguridad electrónica. Pero fue durante ese tiempo cuando comenzó a sentir el llamado a la vida religiosa. Luego de terminar sus estudios en el colegio Rafael Uribe Uribe, de Ciudad Bolívar, y graduarse en Contabilidad en el Sena, Yohanna había iniciado la carrera de Ingeniería Industrial y avanzaba el cuarto semestre. Sus días los repartía entre el trabajo, los estudios, los amigos, los novios –muchos novios, especifica–, las rumbas, los excesos de juventud. Tanto que un tío le dijo que si seguía así, quién sabe dónde iba a parar, y la invitó a participar en un grupo católico juvenil llamado Juan XXIII. Para poner las cosas en orden. Ella asistió.
–Un día, con el grupo, fuimos a visitar a las clarisas. No le miento: entré al monasterio y al ver esta reja sentí algo especial. En mi mente se me quedó esa imagen grabada –dice Yohanna–. Yo seguía mi vida, pero notaba que algo estaba mal. Lo que estudiaba no me entraba, parecía un poste. Algo pasaba.
Esa sensación, sin embargo, era otra cuando estaba con su grupo de oración o leía algo que tenía que ver con la vida religiosa. Devoró, por ejemplo, las biografías de san Agustín, de santa Teresa de Ávila, de san Francisco de Asís, y esa información sí la comprendía y la dejaba pensando. Empezó a ir a misa todos los días, sola. Era el único lugar donde se sentía en calma. Cortó su ritmo de fiestas y salidas con los amigos. Lo que estaba pasando en su mente lo vivía ella sin hablarlo con nadie. Hasta un día que se lo comentó a un sacerdote y él, luego de escucharla con atención, le preguntó: “¿No será que quieres ser monja?”.
–Busqué a las clarisas para que me orientaran. Empecé a colaborarles en diferentes labores, todavía sin decidir nada. Al leer sobre san Francisco había llegado a la vida de su discípula, Clara. Me interesó su firmeza de internarse voluntariamente. Eso me puso a pensar. Y ahí dije: quiero vivir así.
“Afuera uno vive como un bobo, y perdón por decirlo así. Aquí uno usa su razón, su discernimiento. ¡Aquí uno piensa!”
Días antes de entrar en el monasterio, visitó a toda su familia. “Parecía como un alma en pena, despidiéndome”, recuerda entre risas. Muchos se sorprendieron, otros la apoyaron. A su madre fue a quien más duro le dio. Yohanna tuvo que llevarla a una iglesia para contarle su decisión. Estando allí, le señaló al Santísimo y le dijo:
–¿Lo ve, mamá?
–Sí.
–Pues me voy con él.
Acto seguido, su madre salió de la iglesia y empezó a correr por la calle. “No me haga esto”, le gritaba a su hija, mientras Yohanna intentaba tranquilizarla. “Para ella ha sido caótico. Es el momento en que no ha logrado asumirlo”.
Cuando la vieron entrar en el monasterio, muchos de su familia lloraron. Yohanna estaba tranquila, en otra dimensión. “La puerta se cerró y dije nunca más”.
–¿Nunca más qué? –le pregunto.
–Nunca más salgo.
Yohanna dice esto y se ríe.
De nuevo.
Desde el primer momento tomó en serio su vida en la comunidad, y sobre todo la asumió con entusiasmo. Cuando le anunciaron que sus dos años de postulanta habían llegado a su fin e iniciaría su etapa de novicia, se alegró tanto que sintió que no podía soportar las horas que faltaban para recibir el velo blanco que iba a empezar a identificarla. Aunque le habían dicho que tuviera paciencia, la noche anterior ella misma se cortó el pelo en su habitación. “Lo puse en el suelo y dije: no quiero nada de este mundo, Señor”. Al día siguiente una hermana le ayudó a mejorar un poco la trasquilada.
–Aquí mi corazón encuentra plenitud. Es una cosa que no puedo explicar –dice Yohanna.
Ha salido a la calle a cosas muy puntuales. A citas médicas, por ejemplo. Pero cuenta los segundos para regresar. “Afuera uno vive como un bobo, y perdón por decirlo así. Aquí uno usa su razón, su discernimiento. ¡Aquí uno piensa!, algo tan raro ahora que todo el mundo anda pegado a su celular”.
Su rutina diaria, como las de las demás clarisas, está ordenada según las horas canónicas. Sus días comienzan a las 4:30 de la mañana, cuando hacen la primera oración. A las seis viene el desayuno, a las ocho la misa, después los rezos de la hora tercia (a las 9 a.m.), y la adoración al Santísimo. Luego la oración de la hora sexta (al mediodía), el almuerzo, un tiempo para los oficios y el aseo. En la tarde los rezos de la hora nona (a las 3 p.m.), otro tiempo para la formación o las labores de cada una, seguidos por las vísperas y el rosario (ya a las 6 p.m.). Al final del día llega la cena, las oraciones de las completas (a las 8 p. m.), y luego a sus habitaciones a dormir. Sí: una vida dedicada a la oración. Entre muros. Porque así lo han decidido.
En la habitación de Yohanna hay una cama, una mesa y un cristo. Nada más. Tiene una ventana que da hacia la calle. En esa ventana ella puso una cobija.
–Lo hice con el propósito de estar solo para Dios. Es lo único que me ofrece regocijo. Llega un momento en que el silencio, la reja, los muros, le dicen a usted de qué está hecha. A mí nada me hace falta. Aquí me siento libre.