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Corrupciones
¿Y si aceptamos que el poder sigue siendo una práctica que traiciona la teoría?
Y entonces, cuando el país es una procesión de activistas e influenciadores iracundos que leen en diagonal los problemas sociales, cuando los políticos rugidores se dedican a enlodar a quienes los enlodan y a odiar a quienes los odian –y todos tienen toda la razón–, alguna voz agónica ruega a esta sociedad respirar hondo y “elevar el debate”. Ya no más echarle la culpa al mensajero. Nada de gritarle “arrepiéntase” a quien votó por Petro ni de escupirle “desenmascárese” a quien lo critique. Nada de “yo no lo crie” ni “yo no lo nombré”, no, nada de pasarse medio periodo sentenciando que “los corruptos no tienen espacio en este Gobierno” cada vez que los corruptos son descubiertos por los periodistas. “Elevar el debate” es reconocer los hechos. “Elevar el debate” es asumir la responsabilidad.
Fuera de las posverdades de las redes, que vuelven conspiranoicos a cautos e incautos, el país ha hecho lo posible para “elevar el debate”: los escuderos del Gobierno, mitad atrincherados, mitad encandilados, detestan a los medios como a los villanos de una fábula, pero lo cierto es que el periodismo serio ha logrado la proeza de no regodearse en el escándalo de la campaña, el escándalo del hijo del presidente, el escándalo de la niñera, el escándalo de Benedetti, el escándalo de RTVC, el escándalo de la UNGDR y el escándalo de la inteligencia estalinista –y regodearse sería justo porque los hechos, hechos son–, sino que ha querido verificar, sin perder la cordura, si la presidencia está cumpliendo las promesas de la paz, de la reconciliación, de la igualdad de género, de la justicia social que defendieron tantos mártires de esta historia.
Resulta difícil “elevar el debate” si se niega la realidad. Y semejante reticencia a la responsabilidad política, entonces, hace creer que el lío de fondo es la corrupción de cada día.
¿Y si para “elevar el debate” no solo se requiere reconocer la torcedura que revelan los noticieros sino la cercanía con los torcidos?
¿Y si aceptamos que el poder sigue siendo una práctica que traiciona la teoría?: ¿una pequeña tiranía que parte de la democracia?
¿Qué pasa por la cabeza de estos ciudadanos descreídos –los corruptos– que se meten por la ventana a las entidades del Estado? La psicología y la neurobiología los retrata como narcisos que se dejan llevar por la adrenalina que produce el riesgo. Pescan en el río revuelto de Colombia. Piensan que nadie los ve entre la zozobra, entre la guerra que sigue y sigue más. Creen que en un mundo corrupto, solo el corrupto sabe vivir. Se ríen de aquella Ola Verde, la de Antanas Mockus, que se negó a resignarse a las corrupciones: “Los recursos públicos son sagrados”. Se justifican con las manos en la masa. Duermen en paz porque los políticos los necesitan. Y tarde o temprano son echados del turbio redil con sentencias insolentes: “Son un par de infiltrados”, se dice de ellos.
Y su caída sirve para sacarse de adentro la frase “no cuenten conmigo para negar los hechos”.
Y para entender, con Mockus, que el cambio no debería ser de discursos, sino de conciencias.
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