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Sucre: los sabores de Macondo / El Condimentario

Definitivamente cuando alguien viaja, recorre y saborea Sucre no regresa siendo la misma persona.

Margarita Bernal (USAR EN TEXTO DOMINGOS)

Margarita Bernal (USAR EN TEXTO DOMINGOS) Foto: Foto / Cortesía

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No podía llamarse de otra manera esta bellísima región caribeña del país, cuyos habitantes son alegres, generosos, hospitalarios y pacíficos: Sucre, que surge del francés antiguo çucre, derivado del árabe sukkar y que significa azúcar. Conocí y saboreé Sincelejo, Corozal, Betulia, Sincé, Galeras y Sucre (Sucre) con su majestuosa ciénaga del totumo. Los sucreños, como buenos anfitriones, dan la bienvenida con algo de tomar y comer. O un café, o una chicha, o un vaso de jugo de corozo frío y refrescante que sirven con alguno de sus amasijos tradicionales, como los molletes, las parpichuelas, o las bolitas de leche, o los diabolines, que aún hacen de manera artesanal en hornos de leña.
(Lea también: Café con aroma de país)
Cada uno de los hombres y mujeres portadores de la tradición cultural y gastronómica de la región parecen sacados de un libro de Gabriel García Márquez. Sucre inspiró al nobel.
Doña Magalis, de la galletería La 12 en Sincé, jamás sonríe. Doña Lina, la fabricante de diabolines en Betulia, habla tan bajo que es necesario silenciar a los pájaros para escucharla. Mingo de Galeras, siempre con su sombrero vueltiao, tiene como extensión de la mano una botella de ñeque para recibir a los visitantes con un trago en copa de totumo.
A la señora Elvia Hernández, ‘la niña Elvia’, abuela de la chef Leonor Espinosa y quien era vecina en Sincé de Gabriel Eligio García, padre del nobel, no la conocí; pero a través de las detalladas anécdotas que cuenta Leo sobre la infancia que vivió en este lugar, que hacen parte de sus raíces y de su inigualable sazón, su abuela tenía todo el encanto para ser la protagonista de un cuento del realismo mágico macondiano: “Ella no cocinaba, pero mandaba en cada elaboración por igual, como si hiciera parte indispensable de ella”.
(Le puede interesar: Guajira dulce y amarga)
Gabo también vivió en Sucre (Sucre), una subregión de La Mojana. Relata en El olor de la guayaba: “Es un pueblo sin tren ni olor a banano, pero con un río. Un pueblo sin ladrones al que solo se llega por agua”. Un pueblo de arroceros que se quedó perdido en el tiempo. No tiene semáforos, no hay carros, todos sus habitantes se saludan por el nombre y se conocen hasta los secretos. Los niños juegan a la pelota o andan en bicicleta y los viejos toman cerveza en el tradicional billar Sucre en la plaza de la iglesia, diagonal a la segunda casa del escritor, en la calle 9 nº 2-22. Durante al menos 3 veces al año las calles se inundan por el invierno. Acostumbrados a ello, recogen resignados los butacos de la iglesia. Las marcas del agua son como cicatrices en las tumbas del cementerio. “La única condición de seguridad para los niños fue que aprendieran a nadar antes que a caminar”, escribió el nobel.
Desembarqué en Macondo.
Descubrí el arroz blanco con ají dulce y guiso de pato, los bollos de arroz con chicharrón y suero, los buñuelitos y dulces de arroz, la chicha de maíz y de arroz con gotas de azahar, influencia de la cultura árabe, la pasta de ajonjolí con yuca, el salpicón de bagre, los huevos con habichuela y el carnero guisado, entre muchos más.
Definitivamente cuando alguien viaja, recorre y saborea Sucre no regresa siendo la misma persona. Algo en su interior cambia y se llena de magia, nostalgia, cariño y alegría.
Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
En X: @MargaritaBernal

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