La nostalgia por los sabores y olores de nuestra comida hace que quienes han migrado a otros países tengan muchos antojos de volver a probar alguna de las golosinas que les hacen recordar al país, a la familia y a los amigos. Es por eso que cuando viajamos a visitarlos, llevamos entre nuestro equipaje una gran variedad de regalos gastronómicos para mimar y calmar esos deseos del paladar. Las maletas de los colombianos recorren el mundo repletas de sabores que a la final no son más que amores.
Es común ver en los counters de los aeropuertos, personas con la maleta abierta en el piso de par en par y con cara de angustia, sacando o reacomodando todo lo que les genera sobrepeso. Mi lado de curiosa periodista investigativa sale a relucir y de reojo miro lo que empacaron. No faltan la a, las arepas, el café, el chocolate de taza y el aguardiente. Y, por supuesto, muchas chucherías que son símbolo de nuestra niñez: bolsas de bom bom bum, frunas, chocoramos, bocadillos, supercocos, chocolatinas Jet, arequipe, achiras, latas de Colombiana y de Kola Román, entre tantas otras. Todos esos productos o marcas que hacen parte de nuestra memoria gustativa son recuerdos que nos acercan y reúnen con los que están en la distancia.
Creo que la comida es mágica y que como una máquina del tiempo tiene el poder de transportarnos a lugares y momentos felices en cada bocado y que también nos mantiene conectados con nuestras raíces. Mi hermana mayor, Claudia, hace muchos años que no vive en Colombia y sus encargos, además de los ya mencionados, son gustosos y golosos. He atravesado el continente americano y el europeo con roscones de arequipe y guayaba, con envueltos de mazorca, con arepas de choclo, con pandeyucas, con tumes y con obleas. Ver su cara de felicidad y placer ahuyenta el susto que me da pensar que los decomisen y que encima de todo me hagan preguntas capciosas como si se tratara de un peligroso e ilegal cargamento. Es que la cara de puño y la actitud de asustar e inducir el miedo y la culpa que tienen los empleados de migración y de aduanas, en todo el mundo, siempre me ponen los pelos de punta.
Pero al regresar a casa, muchas maletas también viajan cargadas de comida tradicional de los diferentes destinos visitados. Obsequios para dar y convidar y que también sirven para mantener en la memoria los buenos momentos y experiencias vividas y saboreadas. El último encargo que me hicieron, de un viaje reciente al exterior, fue de mostaza de Dijón, que como está prohibida gracias a lo poco investigada y mal estructurada que está la llamada ley del sodio, hoy es el ingrediente más preciado y deseado entre los amantes de la cocina. Y aunque parecería un chiste del día de los inocentes, que tristemente no lo es, me advirtieron de que existía la posibilidad de que fueran decomisadas por la aduana. Ha habido casos.
Qué bonito y maravilloso es que a través de la comida podamos abrazar, consentir y demostrar amor. Regalar comida, especialmente la que evoca, es regalar felicidad. Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO
En Twitter: @MargaritaBernal