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‘Solo un mocho sabe lo que es perder una pierna’: testimonio de un enfermero de combate
Raúl Estupiñán sobrevivió 12 horas con una pierna amputada por una mina antipersona.
Raúl Estupiñán ocupó el primer puesto en el curso de enfermeros de combate #11 del hospital naval de Cartagena. Foto: Archivo Particular
Un Raúl Estupiñán de 33 años está relativamente agazapado en medio de la selva espesa del Nudo del Paramillo. Le está disparando el frente 18 de las Farc. Hay gritos y balas en todas direcciones; soldados y guerrilleros, todos gritan. El militar trata de concentrarse y mantener la vista en sus objetivos.
En medio del caos, Estupiñán busca con la mirada, siempre alta y nunca en el suelo, un lugar para refugiarse y da un paso.
De repente, siente un quemonazo en la espalda, está seguro que le han disparado en el área del torso. Buscando refugio -y atribuyéndolo al instinto- dispara otra ronda y empieza a dirigirse a un árbol para escudarse de las balas. Da otro paso con la pierna derecha, pero cae al suelo y siente dolor al final de la extremidad. Al bajar -por fin- la mirada se encuentra con algo que había curado muchas veces como enfermero de guerra:
Una pierna sin pie. Una pierna amputada por una mina antipersona.
“Lo que yo había sentido no era un disparo; era la onda explosiva que me había golpeado y que obviamente ya me había amputado la pierna. Cuando yo me veo así, pues es donde tengo que tirarme hacia el árbol, cubrirme y decir; bueno, perdí una pierna”, narra ahora un Raúl de 41 años que camina con una casi imperceptible cojera.
Después de salir del Ejército, se dedicó a la producción audiovisual. Foto:Archivo Particular
Hoy, nueve años después de ese 12 de julio de 2014, cuando perdió su pie derecho, Raúl Estupiñán sigue disparando; cambió su rifle de combate por una cámara 18-55 con la que se dedica a la producción audiovisual.
El ex integrante del Ejército Nacional recuerda su infancia como una privilegiada y poco común dentro del contexto de un país en el que la guerra y la violencia han marcado generaciones completas sin diferenciar edades. Raúl es bogotano, creció y se crió en el seno de una familia unida, trabajadora y amorosa en Los Libertadores, un barrio del sur de la ciudad.
“A uno lo tildan de loco cuando dice algo como lo que voy a decir: el oficio de soldado lo escoge a uno, uno no escoge ser soldado”, dice el Estupiñán de hoy con su cabello largo, su prótesis en la pierna derecha y sus brazos tatuados que, al igual que sus camisas, hacen referencias a su amor por el cine.
Y parece que así fue en el caso de la familia Estupiñán; el oficio de ser soldado los escogió; el tío fue uno de los primeros paracaidistas del país, su hermano mayor fue soldado profesional y era quien tenía el dinero para comprar un nuevo televisor y así reemplazar ese viejo aparato en medio de la sala familiar.
Cada vez que sus familiares involucrados en el Ejército Nacional volvían contaban nuevas y emocionantes historias de combates y animales que veían estando internados en la selva. Todo eso alimentaba el imaginario de un niño que había crecido en la época de los 80 viendo películas de Hollywood en la que los héroes eran soldados invencibles que saltaban de aviones y hacían misiones especiales.
El oficio de soldado lo escoge a uno, uno no escoge ser soldado
Sus familiares soldados eran la materialización de esos mismos héroes que él veía en pantalla y lo habían logrado de una manera: entrando al Ejército Nacional.
“Mi hermano me dice, ‘ni piense que usted va a ser soldado, a partir de este momento piense qué va a estudiar y la universidad que quiere’. Pero en ese momento yo ya estaba mirando a ver en qué batallón estaban incorporando”, recuerda Raúl con una ligera sonrisa en su rostro.
Ahora, Estupiñán entiende por qué su hermano decía lo que decía; es muy diferente contar aventuras pasadas en la comodidad del hogar bebiendo jugo recién hecho, a ser el protagonista de la aventura, en medio de la selva escuchando balas y gritos y sintiendo el dolor de una pierna amputada por una mina antipersona, justo como Raúl lo recuerda.
“Yo tengo la conciencia de que si entro en pánico y empiezo a gritar para pedir ayuda, lo más lógico es que me llegue fuego enemigo. Entonces en vez de gritar, me hago el torniquete, me acuesto debajo de la raíz del árbol, pongo mi fusil ahí y digo ‘Que sea lo que Dios quiera’”, recuerda hoy, con sorprendente tranquilidad, el veterano de guerra.
Sorprendente tranquilidad ahora, pero esos momentos en 2014 se le hicieron eternos, sobre todo porque, a pesar de la pérdida de sangre, nunca estuvo inconsciente durante las 12 horas que tuvo que esperar a que el conflicto disminuyera para que un helicóptero del Ejército pudiera llegar a recogerlo.
“Solo un mocho sabe lo que se siente perder una pierna. No sé si un amputado pueda describirlo, pero, personalmente, las palabras se quedan cortas; arde, duele, palpita, es como si te estuvieran desgarrando. Son como mil dolores en una misma lesión”, describe con el ceño fruncido.
Ahora es él quien necesita ayuda. Después de semanas de misión en una selva entre Antioquia y Córdoba donde llegó a atender a siete soldados mutilados por minas antipersona en un solo día, él, el enfermero de guerra que había entrado al combate después de que le llevaron el reporte de dos soldados heridos, debía echar mano de sus 15 años de entrenamiento.
Después de perder su pierna, Raúl siguió impartiendo clases de atención médica en emergencia. Foto:Archivo Particular
Por suerte, los soldados que entraron a ayudarle en el campo de guerra habían sido sus alumnos en el área médica y, como en una clase, Raúl les indicaba qué debían hacer, qué podían sacar del botiquín y cómo debían canalizarlo, solo que en vez de señalar sobre un señuelo en medio de un ambiente seguro, apuntaba sobre su propio cuerpo con una muy real herida mientras los disparos sonaban a unos 700 metros de distancia.
Siempre tuvo miedo, aun ahora no lo niega, de hecho dice haberse sentido “toteado del miedo”, pero reconoce que sus años de entrenamiento contribuyeron mucho a salvarle la vida. Después de todo, no se congeló ante la vista de abundantes cantidades de sangre como sí sucedió en las primeras pruebas que hizo como soldado profesional.
Antes de que Estupiñán lograra entrar como miembro activo del ejército, lo rechazaron siete veces por tener una desviación maxilar (“hombre, uno va a pelear con arma, no a mordiscos”). Cuando, por fin, logró entrar a un batallón se dio cuenta que la vida como militar no era como la mostraban en las películas; antes de que le enseñaran a saltar de aviones o cómo disparar, aprendió el arte de la escoba y la disciplina.
Entre las cosas que más le marcaron en sus primeros años de entrenamiento, están las llamadas pistas de habilidades individuales, una serie de pruebas en tierra y agua con alta exigencia física y mental por la presión psicológica a la que son expuestos los soldados.
“Esta gente ponía un chino tirado en el piso, lo ponían a gritar como si estuviera herido y le llenaba la cara con salsa de tomate, como si tuviera sangre, pero en ese momento de alta tensión uno no lo veía como salsa de tomate”, recuerda el soldado. ¿Qué hizo el futuro enfermero de guerra cuando se cruzó por primera vez con esta escena?, quedarse pasmado.
“Los demás me gritaban que hiciera algo, que lo ayudara, pero yo solo pensaba ‘Dios mío, ayúdeme a mí’”, cuenta riendo.
Durante su entrenamiento como soldado profesional, tuvo que pasar por varias pruebas físicas y psicológicas. Foto:Archivo Particular
Paradójicamente fue esa misma prueba, que claramente perdió, la que lo llevó a apasionarse por la atención médica en medio de la guerra. Entonces empezó a estudiar y a leer, y cuando llegó el momento de escoger las especialidades dentro del ejército, Estupiñán se fue por el área de la sanidad y tal como al inicio, comenzó desde abajo; ayudando a limpiar y organizar utensilios y paso a paso fue creciendo hasta que él se volvió el enfermero líder de la Brigada en la que estaba y era quien entrenaba a los nuevos aspirantes.
Fueron esos mismos años de experiencia los que le ayudaron a sobrevivir 12 horas en relativa calma después de haber perdido una pierna, fueron esos años de experiencia los que le permitieron actuar con eficiencia en medio del dolor. Sin embargo, todo ese aprendizaje y profesionalismo no lo prepararon para el dolor que él más recuerda: perder a un amigo en medio de la guerra.
“Tener a mi amigo Forero tirado al lado mío metido en una bolsa negra y ser evacuado en el mismo helicóptero... era demasiado doloroso. El dolor iba más conducido a la pérdida de alguien que era importante. Entonces imagínate esas 12 horas, fueron las más largas de mi vida”, dice el hoy productor audiovisual.
William Forero. Foto:Archivo Particular
William Forero era un muchacho joven y era el ´cachorro´ -como le dicen a los nuevos en el ejército- que había sido asignado a Estupiñán para que le enseñara y guiara para que aprendiera cómo es la vida en combate.
Forero y Estupiñán estuvieron juntos durante seis años, hasta que ese día de combate en 2014 el ‘cachorro’ murió por nueve impactos de bala. Fue precisamente esa fatalidad una de las que Estupiñán había entrado a atender antes de perder su pierna.
Aún herido y con el duelo en el corazón, Estupiñán se mantuvo en calma y sin decaer, dice que, consciente de su rol de líder, sabía que su estado de ánimo influía directamente en los demás soldados que llegaban a verlo. Así que sin una pierna y con su amigo muerto al lado, Estupiñán le daba aliento a los demás.
Pasadas las 12 horas, y cuando tras varios intentos por fin pudo aterrizar un helicóptero para sacarlos de la selva, Estupiñán se abrazó al cuerpo embolsado de su amigo y no lo soltó durante todo el vuelo. Solo se separó -con dificultad- cuando llegaron a Caucasia para dejar a Forero en un batallón y hacer todo el proceso con el cuerpo, a Estupiñán lo llevaron a una clínica en Montería en la que pasó 20 días antes de que se fortaleciera lo suficiente para que lo pudieran trasladar a Bogotá sin riesgo.
Ya había salido del campo de guerra y no había muerto, pero ahora tenía dos preocupaciones
Raúl ha utilizado el cine y el teatro para ayudarse a sanar heridas emocionales de la guerra. Foto:Archivo Particular
Primero, “cómo le voy a decir a mi mamá, o sea, yo cómo le digo a mi vieja que perdí un pie”, reconoce que cada vez que hablaba con su mamá le escondía lo que había sucedido y probablemente se habría demorado más si un amigo soldado no le hubiese recordado que su familia también tenía derecho a saber. La noticia fue dura, pero, como en su infancia, la unidad les permitió salir adelante.
La segunda preocupación, estaba alimentada por un anhelo que siempre había tenido: montar una moto como la de la película de Indiana Jones, “Yo ahorré y me compré la moto la usé como unas dos semanas y me fui y me volé el pie”.
Pero como sucedió en su ingreso a la vida militar y al área médica: los retos fueron lo que él se propuso conseguir. Entonces se fijó dos metas ahora que ya no tenía un pie: volver a montar moto y volver a tirarse de un avión. Y lo hizo, poco a poco se puso objetivos que le ayudaron a recuperarse y “aprender a vivir otra vez”.
Fue muy difícil, tuvo que obligarse a aceptar su nuevo cuerpo sin una pierna menos de la rodilla para abajo -las 12 horas sin atención médica completa hicieron de las suyas y quirúrgicamente tuvieron que cortarle desde la articulación-, adaptarse a la prótesis y acostumbrar a su cerebro que, tras 33 años de vida, de pronto ya no podía usar una pierna, pero “ocho años después de que eso sucedió puedo decir, prueba superada”.
A pesar de todo lo que vivió y que sabe que un campo de batalla es un lugar infernal, a Estupiñán no le tiembla la voz al afirmar que “si volviera a nacer, volvería a ser soldado”.
Espeletia B. K. es una producción audiovisual dirigida por Estupiñán y en la que recorre en páramo de Sumapaz, lugar en el que combatió durante momentos álgidos de la guerra. El documental reflexiona sobre los impactos de la violencia en el ambiente y los cuerpos de los combatientes.