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Jon Bilbao, maestro de los espacios reducidos
En 'Los extraños', el escritor español domina el juego, la sorpresa y la imaginación. Reseña.
Jon Bilbao (1972) es autor de seis novelas y cuatro libros de relatos Foto: Cortesía Impedimenta
Los extraños, la última novela de Jon Bilbao, Katharina y Jon se conocen en un viaje por Estados Unidos y después de enamorarse deciden pasar el invierno en la costa cantábrica (España). Se alojan en una casa grande, propiedad de los padres de Jon, donde cada uno trabaja por su cuenta (ella es traductora, alemana; él, español, ingeniero devenido escritor de enciclopedias).
A pesar de la inmensidad del espacio sobreviven con pocas cosas, pocos gestos y con dos o tres rituales sostenidos. Entre ellos se establece una rutina silenciosa y espesa, respetuosa de la intimidad de cada uno, pero incapaz de registrar las necesidades de una relación apoyada por leyes tácitas.
Ese incesante goteo del aburrimiento es perturbado por dos hechos intempestivos y en apariencia aislados (en apariencia, subrayo, porque en la literatura de Bilbao nada es sostenido, ni insiste ni se ratifica, todo está por resolverse o modificarse, y cualquier posibilidad de confusión está atemperada por la sólida inteligencia del escritor, por sus resoluciones felices, por su sensibilidad para tratar lo que está sobrescrito): primero, unas luces de colores sobrevuelan el cielo del pueblo y dejan a su paso desconcierto, incredulidad, pero a la vez una excusa para hacer algo nuevo.
Luego llegan “los extraños”, la visita inesperada, un primo lejano de Jon nunca recordado: Merkel, millonario, una especie de Don Juan bronceado, y Virginia, su apática y rigurosa (y por supuesto atractiva) asistente.
Los extraños. Jon Bilbao. Impedimenta.133 páginas. $ 84.000 Foto:Archivo particular
Al inicio todo es promesa y nuevos entusiasmos, cierta fascinación por la novedad y algunos momentos de erotismo camuflado en la torpeza de la cordialidad (en particular entre Katharina y Merkel), gestos de reconocimiento derivados de una expectativa deseosa. Pero luego, con la habilidad y gracia de un talentoso montajista (Bilbao es un maestro de los espacios reducidos, del pequeño teatro de las pasiones grises, de bajo relieve, esas que no observamos sino que asumimos con la rapidez que llegan), pasamos de una sensualidad enrarecida y deudora de Teorema, de Pasolini, al extrañamiento continuo de Casa tomada de Cortázar: Merkel y Virginia poco a poco se instalan definitivamente en el piso inferior de la casa y lo que era una visita temporal se va convirtiendo en una tensa convivencia llena de excusas, de fechas incumplidas, que desplaza a Katharina y a Jon de su espacio vital.
“Es mi casa. Los quiero atados –dice Katharina–. Virginia deja de empanar filetes y va en busca de los perros, no sin antes recordar a Katharina que esa no es su casa. Están las dos solas; Jon y Merkel han salido”.
Mientras esto pasa, el pueblo también se ve invadido por visitantes incómodos: ufólogos y curiosos a la expectativa de un nuevo avistamiento (o una nueva razón para insistir en algo). Tal vez no sea fortuito ese empecinamiento de Bilbao en las apariciones intempestivas que llegan a modificarlo todo (Merkel y Virginia, los ufólogos, el objeto no identificado, el embarazo de Katharina) y lo que esa modificación, por supuesto, deja a su paso: paraísos rotos, afinidades truncadas, espejismos no resueltos.
En una de las pocas concesiones de temperamento que hace el narrador en la novela leemos: “Una vez más reprime el impulso de pensar en Virginia y en Merkel, de intentar recordar si alguna vez conoció a su primo, de apropiarse de la espuma de unas vidas ajenas y elaborar con ella una ficción, de sublimar a personas con personajes”. Lo que en otros escritores sería remake, homenaje fallido o una angustia por las influencias, en Bilbao es sorpresa, juego y una férrea disciplina de la imaginación.