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El testimonio de un francotirador en medio de la invasión a Ucrania por parte de Rusia

El soldado había practicado tiro competitivo antes de la guerra y se había convertido en un experto.

NYT: Francotiradores ucranianos vigilan una posición rusa en el sur del País. "No quiero matar, pero tengo que hacerlo", dijo uno.

NYT: Francotiradores ucranianos vigilan una posición rusa en el sur del País. "No quiero matar, pero tengo que hacerlo", dijo uno. Foto: David Guttenfelder para The New York Times

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Lo que debes entender acerca de una misión de francotirador es que desde el momento en que inicia hasta el momento en que termina, todo lo que haces está dirigido a matar a otro ser humano.
Pero casi nadie dice eso. Así que fue un poco sorprendente cuando —parado en las escaleras de un edificio medio destruido en el sur de Ucrania, en medio de una misión con un equipo de francotiradores ucranianos— un soldado decidió explicarme sus cálculos morales al matar tropas rusas. Estaba diciendo en voz alta lo callado.
La línea del frente estaba a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia. Los francotiradores observaban a través de las miras de sus rifles, esperando a que algo se moviera. Ametralladoras retumbaban a lo lejos. Me comí un nugget de pollo frío comprado en una gasolinera muchas horas antes. Llevábamos despiertos desde las 3:00 horas, cuando un colega de The New York Times y yo nos metimos en dos camiones con el equipo de francotiradores y condujimos durante aproximadamente una hora por caminos secundarios irregulares y puentes destrozados hasta la línea del frente.
Trece años antes, como cabo de la Infantería de Marina de Estados Unidos, yo había encabezado un equipo de francotiradores formado por siete infantes de marina y un ayudante médico de la Armada en el sur de Afganistán. Probablemente por eso los francotiradores ucranianos aceptaron llevarme con ellos. Confiaban en que yo había hecho esto y que, incluso con la barrera del idioma, entendía lo que estaba sucediendo: la silenciosa monotonía y el frenesí de actividad que conlleva observar el mismo lugar durante horas o días con un rifle diseñado específicamente para matar a larga distancia.
El soldado en la escalera, que eligió usar su alias, Raptor, parecía particularmente fatigado mientras se explicaba. Había practicado tiro competitivo antes de la guerra y se había convertido en un experto en disparar a blancos de papel y acero. Ahora era diferente: estaba disparando a la gente. A distancias tan largas, la bala tardaba varios segundos en encontrar su camino a través del aire hasta la tela y luego la carne. El tiempo suficiente para que se disipara la acción del rifle y su ojo vigilante se reajustara en la mira, enmarcando el espectáculo de su propia violencia.
“No estoy orgulloso de esto”, comenzó Raptor en un inglés deliberado.
La violencia en cualquier conflicto es procesada de manera diferente por quienes están involucrados y quienes no. La invasión rusa de Ucrania se ha caracterizado por su absoluta brutalidad —incluyendo ciudades borradas por bombardeos y fosas comunes— y por la aceptación que gran parte del mundo ha desarrollado por la muerte y la destrucción totales.
El número de bajas —infladas, celosamente guardadas e imposibles de verificar— se intercambian como marcadores deportivos entre Kiev y Moscú. Videos de combatientes asesinados por drones, disparos y artillería circulan como un token digital de la acción en el campo de batalla. Nada de eso cambia el hecho de que generaciones enteras en Ucrania y Rusia están siendo diezmadas muerte tras muerte.
Como en cualquier guerra, quienes luchan recurren a los imperativos jerárquicos del servicio militar moderno. Los soldados ucranianos también se dan cuenta de que perder la guerra es perder su País.
“No matamos porque seamos crueles, sino porque es nuestra orden, nuestro deber”, dijo Raptor.
Su reflexión tenía un nivel de claridad que me había llevado años encontrar. Raptor estaba frente a mí, luchando con algo de lo que no nos atrevíamos a hablar en Afganistán. “Pienso en la gente del otro lado”, dijo. “Quizás no quieran estar aquí, pero aquí están”.
Pocas veces durante mi tiempo en Afganistán me detuve a pensar en los talibanes. Nos condicionamos a que los talibanes eran blancos y poco más. Nuestro tiempo giraba en torno a matarlos como ellos nos mataron a nosotros. Me llevaría años darme cuenta de lo indoctrinados que estábamos todos. Raptor entendía que estaba matando a un ser humano.
“No quiero matar, pero tengo que hacerlo —he visto lo que han hecho”, continuó Raptor, su propio propósito moral y marcial vinculado a las atrocidades que habían cometido las fuerzas rusas. Para él, el motivo para apretar el gatillo era claro. Para mí y mis camaradas, todos estos años después, la razón por la que elegimos matar puede seguir eludiéndonos.
La misión de Raptor terminó al anochecer sin que se disparara un solo tiro.
Raptor y el resto de los francotiradores preguntaron si queríamos cenar. Luego se disculparon, a la manera de comerciantes cansados que no habían hecho su trabajo, por un día sin matar.
Por: THOMAS GIBBONS-NEFF
The New York Times

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