De nuevo la bella ciudad se convulsiona ante graves disturbios, decenas de coches han ardido. Escaparates rotos, tiendas saqueadas, cajeros, parkings, destrozos y adoquines sobre las aceras. Es la historia siempre ensoñada y revolucionario de una ciudad tan única como desbordante.
Macron ha despertado por fin de su limbo ensoñado. Entronado sin hacer nada ni tener otros méritos que encarnar las ganas de cambio y el hartazgo ante las viejas y oxidadas formas políticas, el Presidente francés se ha topado de frente con una realidad violenta. Nadie ha sabido ni querido preverla ex ante. Como en 2005 cuando la periferia de París era escenario de choques violentos de los hijos y nietos de la migración de los cincuenta y sesenta.
El fracaso manifiesto y realista de un multiculturalismo que no esconde marginación, pobreza, guetos, aislamiento y radicalidad. A ello únase en esa coctelera el yihadismo que ha golpeado con fuerza al país y que ha tenido en aquellos focos y guetos un caldo de cultivo ideal.
Al grito de “Macron, dimisión” ha corrido como la pólvora esta revuelta. El Presidente está desbordado. El Gobierno, en shock, temeroso de que vuelvan a repetirse unos incidentes que van más allá de unos chalecos amarillos giletes jeunes.
Desde hace un mes las protestas se suceden. Corren por toda Francia aunque en intensidades variables. Pero los dos últimos sábados el tono ha estallado.
Aparentemente, el detonante inicial era claro, una protesta frente a la subida de los precios del diésel. Alegando que estas tasas son medidas frente a la contaminación medioambiental, la ruptura entre la Francia de la capital y las grandes urbes y la otra Francia, la real, la más profunda, la de pueblos y pequeñas urbes industriales donde el diésel y el vehículo son claves, las subidas empobrecen el nivel de vida y corren el riesgo de la expulsión laboral. La brecha del poder adquisitivo crece, pero las desigualdades sociales, económicas y educativas se han disparado.
Las dos Francias, la global, la tecnológica, la capitalina, la universal choca frente a otra que recela de tanta abstracción y tanta velocidad. Desde hace un mes las protestas se suceden. Corren por toda Francia aunque en intensidades variables. Pero los dos últimos sábados el tono ha estallado. Violencia. Desbordamiento policial y altercados de gravísima magnitud con cientos de heridos y detenidos y con imágenes dantescas de la capital sa.
Arde París, pero ¿cuáles son las razones de fondo? El descontento es general, el diésel ha sido simplemente la espoleta que ha prendido el incendio. Ahora se pide una cabeza, la del Presidente. El joven Macron que se ha perdido en las sombras del Louvre aquella noche triunfal antes de entrar en el Palacio del Eliseo. Aquella aureola de invencible y aquella ignota ilusión han muerto. Los viejos demonios vuelven. Se acabó la distensión. No hay tregua.
No son los chalecos; es el descontento el que ha prendido con rabia. La excusa era cualquiera. Los antisistema acechaban agazapados desde que los brutales atentados de París de hace unos años les habían silenciado y echado de las calles. Todo vale. En frente hay inexperiencia y juventud que no dialoga en realidad. Un presidente que cuida lo mediático y que ha cometido precisamente errores garrafales en este ámbito.
Dos años como ministro y otros dos como miembro de un gabinete eran la experiencia política del presidente. Suficiente frente a las viejas formas que han sido, de momento, barridas. Pero ahora evidencian soledad, imprecisión y un discurso cambiante y ambivalente.
Difícil el momento para un presidente que atraviesa su peor momento político y que, si hace año y medio encarnaba el Estado cual nuevo monarca, ahora centra las iras de ese mismo pueblo que no se siente representado con el rumbo.
Los partidos tradicionales han sido volatilizados. Desposeídos de credibilidad. Y hoy hacen falta voces plurales, las mismas que tienen que reunirse alrededor del Presidente, y este los necesita, pese a haber sido un vendaval que los barrió en las presidenciales, tanto a socialistas como a los viejos gaullistas republicanos.
Lo peor de todo es que lo que está sucediendo en Francia puede suceder en cualquier otro país vecino. El por qué no lo hace todavía es una incógnita en una sociedad de mileuristas y desempleados donde lo nuevo, lo tecnológico, las redes, el big data amenazan si no se sabe aprovechar la oportunidad. Pero eso nuevo no cultivará los campos ses, ni sus viñedos ni arrojará diésel a sus camiones y tractores.
El Presidente de un cambio en Francia se topa de frente con una realidad adusta. Otros presidentes miraron hacia otro lado. Macron puede hacer lo mismo que Hollande, que Sarkozy, que Chirac, seguir apelando a una grandeur que termina en las periferias donde el desempleo, la marginación, la violencia pueden prender con más fuerza aún.
Los chalecos amarillos han puesto contra las cuerdas al régimen de la V República. Y todos lo saben, como también empiezan a ignorar lo que verdaderamente hay detrás del gran trampantojo político francés.