Nunca fueron la gran cosa, la verdad, pero después de la pandemia mis habilidades sociales quedaron en cero. Lo supe el otro día que fui al cumpleaños de un amigo cercano y no me hallé. En una mesa conversaban animadas varias personas a las que conocía mientras yo, a lo lejos y rodeado de extraños, no me animaba a acercarme y solo pensaba en irme de allí.
Con el tiempo me he ido convirtiendo en un ser extraño. Estoy adicto a los desayunos de McDonald’s, por ejemplo. Los como unas tres veces por semana y siempre son igual: combo McHuevo, pancakes y dos jugos de naranja. Como voy tanto, los del mostrador empezaron a conocerme y saber lo que iba a pedir, cosa que me incomodó. Por eso busqué en internet todos los McDonald’s de la ciudad y armé una ruta para no repetir ninguno en un buen tiempo. He recorrido media Bogotá catando los desayunos de la marca y ya no sé a qué otra sucursal ir. Estoy tan obsesionado que he llegado a hacer trayectos de más de una hora solo por comerme esos pancakes que, la verdad, no son la gran cosa.
Y hay otro detalle: los pancakes no me gustan con el syrup con el que los sirven (y que nunca alcanza), sino con salsa de chocolate, así que ando con un tarro que compré en el supermercado. Un día, en un McDonlad’s lejos de casa al que sé que nunca volveré, me vi como lo que soy: un señor de mediana edad que para no establecer vínculos con nadie va de local en local cargando en su maletín un tarro de salsa de chocolate (envuelto en una bolsa por si se riega). Me vi y no me gusté, que es, de paso, mi frase favorita de una película que me gusta.
Hay a quien le gusta establecer rutinas y generar cercanía con los comercios que frecuenta, feliz de que lo saluden y lo despidan por el nombre, de que conozcan sus preferencias e, incluso, de que le armen charla sobre el clima. Yo, en cambio, me rehúso a hablar del clima con alguien diferente a mi madre, y eso porque la quiero mucho.
Me vi como lo que soy: un señor de mediana edad que para no establecer vínculos con nadie va de local en local cargando en su maletín un tarro de salsa de chocolate.
A mí las relaciones me incomodan montones, más si son comerciales, por eso no voy más de una vez al mes a ningún lugar, y si puede ser cada dos, mejor. Por eso no frecuento tiendas donde saludan con el clásico “Hola, vecino” ni a restaurantes donde preguntan el nombre para entregar el pedido. No quiero ser cliente de nada, quiero ser lo más anónimo posible, el extraño en el que nadie se fija. Los domicilios tampoco son una opción: si no quiero que me hablen, mucho menos voy a querer que sepan dónde vivo.
Con los supermercados he hecho lo mismo que con los McDonald’s. No solo la salsa de chocolate la compré en uno a tres barrios del mío, sino que he armado un recorrido propio para ellos. Al haber tantos, he podido establecer con facilidad un diagrama con cinco Carullas, tres Olímpicas, dos D1, un Ara e innumerables tiendas de barrio, lo que me permite camuflarme entre la gente y no repetir local en semanas. Y cuando me piden número de cliente frecuente digo con alivio que no tengo porque casi nunca compro con ellos.
Es que, más que incomodarme, me avergüenza que analicen mis compras y descubran que mi dieta se reduce a salchichas, chocolatinas y gaseosa, así que para disimular compro comida saludable de todo tipo y especias para cocinar que luego regalo en el camino o boto al llegar a casa. Y en grandes cantidades, para que crean que tengo familia y no que vivo solo.
No sé qué pasó conmigo, si antes de la pandemia iba bien. Tenía amigos y salía con ellos de vez en cuando, pero llegó el encierro y me quedó gustando. Y sé que está mal, porque la soledad es buena en pequeñas dosis, a manera de descanso, y no autoimpuesta como si fuera la mejor opción. Algunos la llamarán comodidad, yo la entiendo como miedo a vivir. Por eso necesito que llegue pronto otro virus global, a ver si me reseteo y dejo de ser un rarito.
ADOLFO ZABLEH DURÁN