Cuántas capas de historias hay. Cuántas capas de miedo hay. Cuántas capas de aire hay. Quiero gritar sin que el aire se acabe. Quiero quitarme el cerebro y convertirme en una ficha de parqués, no importa de qué color. Quiero dejar de preguntarme las razones, los porqués, los hacia dóndes, los sentidos y los no sentidos. Mi cuerpo violentado de mil formas a lo largo de mi vida, mi cuerpo que ha resistido y se ha recuperado. Mi cuerpo que me llevó a tantos lugares donde supe que no soy la única que ha pasado por esto una y otra vez. Pero también el cuerpo que carga cicatrices internas de tantas mujeres, tantos hombres y niños que solo conocen una vida con violencia, una vida en guerra. Nos matan y nos dejan vivas.
Durante muchos años sentí que estaba fuera de mi cuerpo y al mismo tiempo tan adentro que me hubiera gustado quitármelo, como un abrigo largo y ceñido. Eso pasó cuando me violaron una noche en la selva chocoana. En esa hermosa e imponente selva chocoana, rodeada de manglares, guaguas, paletones, osos perezosos, ballenas jorobadas, zapotes, chontaduros, piangüa, piacuil, ceibas, palmas de mil pesos, aves mil y mil y, sobre todo, de personas maravillosas que luchan todos los días por la permanencia en sus territorios ancestrales.
En ese lugar cargado de magia, paisajes únicos en el mundo y sonrisas, viví, o más bien sobreviví, al ataque de cuatro hombres sedientos de poder y carentes de compasión. Varias veces abusaron de mí, cada uno de ellos. Me agarraban del pelo, como si estuvieran montando a caballo. Luego las varas de metal. No sé ni cómo escribirlo. No sé ni cómo describirlo. Solo sentí que me estaban sacando los intestinos de bien adentro. Sé que me desmayé, porque al abrir los ojos nuevamente, no estaba amarrada ni atada. No sé qué más me hicieron. Porque el dolor que sentía y que aún siento es en todo el cuerpo. Por dentro, dolor desde adentro que no sale. Ocho años transité las selvas colombianas, primero en las superficies y luego buceando por los rincones más hermosos y horrorosos a la vez.
Aprendí, crecí, encontré familia. Conozco la Colombia que muchos desconocen y la que otros muchos no quieren ver. Encontré familia en cada rincón de las selvas. Lloré y reí con ellos. Todos los colombianos somos víctimas de la guerra y es hora de quitarnos las mantas invisibles y las anteojeras que aparentemente nos protegen, pero que en realidad hacen crecer el callo de la indiferencia.
ADRIANA POMBO