Aunque para muchos jóvenes las relaciones de pareja no resultan ser una preocupación, es interesante analizar cómo en los últimos años ha aumentado el número de aplicaciones para encontrarlas. Durante la pandemia, muchas de las relaciones de pareja se acabaron, muy pocas comenzaron y, sin duda, muchas amistades se resignificaron. El espacio de reflexión que nos trajeron los meses de encierro nos hizo evaluar nuestras prioridades y hacer un alto en aquello que queríamos. Pero al mismo tiempo, nos hizo perder la noción de cómo interactuar con alguien y, más problemático, cómo aceptar a alguien diferente sin que eso signifique perder el camino de construcción personal que nos permitió la cuarentena.
Los ‘millennials’ y ‘centennials’ venimos configurados con unas preocupaciones distintas a las de nuestros padres, que buscaban estabilidad en términos laborales y familiares. Era común de abuelos y padres casarse a temprana edad y empezar a construir, mancomunados, la preservación de la especie. Los jóvenes tenemos unas preocupaciones distintas. Siempre nos han descrito como amantes del riesgo, del famoso lema de ‘la vida es una y es ahora’. También, de acumuladores de experiencias.
Con la pandemia, este tipo de actitudes se acrecentó debido a que el encierro por un año nos hizo desarrollar la idea de que estábamos perdiendo el tiempo en cosas contrarias a nuestros objetivos generacionales por culpa de algo que no estaba bajo nuestro control. Por eso, cuando abrieron las discotecas salimos en masa a llenarlas, y cuando abrieron las fronteras nos desbocamos a viajar a donde queríamos. Parecía que no había nada que pudiera detenernos.
Sin embargo, al volver a la realidad de las interacciones físicas hemos encontrado un problema que puede parecer menor, pero que en realidad marca un hito en la construcción de comunidad y una preocupación real para el mundo que los jóvenes soñamos con tener. Nos hemos vuelto nomófobos (adictos al celular) y a la seguridad que representan las interacciones virtuales. Cada vez más personas afirman que resulta difícil interactuar en la vida real con otras personas, exponerse a otros (tanto por el virus como por la parte emocional) y lograr tener relaciones estables y duraderas.
Somos, a pesar de cómo nos describen, una generación con miedo al otro, con miedo a construir con el otro, con miedo a ser y también a ser en pro de los otros. Nos acercamos a las emociones como la rabia y la tristeza con mucha más facilidad cuando alguien parece contrariar nuestros pensamientos, porque el proceso de reflexionar, de interiorizar y cambiar nos resulta absurdo cuando podemos hacer ‘match’ con otra persona más afín o ‘silenciar’ a ese que nos cuestiona.
La preocupación crece porque a nuestra generación no solo le aterra y le preocupa la soledad, que es, conforme avanzan la edad, nuestros caprichos ideológicos y nuestras ocupaciones diarias, una realidad más perceptible. Seguirán apareciendo ‘apps’ que intenten dar solución al problema de la soledad o de la necesidad sexual y reproductiva, pero creo que poco significarán en la resolución del verdadero problema que subyace y es base de muchas afecciones de salud mental que nos atacan como jóvenes.
El problema real es nuestro miedo a la otredad, no solo a enfrentarnos a otro diferente, sino a intentar entenderlo y preocuparnos genuinamente por su vida y sus pensamientos. Habrá que hacer antes un primer paso de deconstrucción generacional, dejar de pensar tanto en nosotros y empezar a pensar un poco más en cómo puedo conectar, ceder o simpatizar con el otro que también se encuentra solo y en búsqueda de compañía genuina. Amar se trata principalmente de sentirse motivado a superar la incomodidad de enfrentarse a otro distinto.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR