Desde hace un tiempo se ha vuelto costumbre que los jóvenes abandonen el país. Cada vez más amigos y compañeros deciden hacer sus vidas en otros lugares, empezar un posgrado como puerta de entrada a otros mercados laborales o entrar a trabajos de bajos requerimientos profesionales para permanecer allá más de lo que permite la visa de turista. Huye mi generación en busca de cumplir sus sueños, de transformar sus vidas y alejarse de las situaciones de violencia, entramados políticos y falta de estabilidad económica y social que atraviesa nuevamente nuestro país.
Este escenario es desolador. Se van de nuestro país mentes brillantes que no encuentran oportunidades laborales con remuneraciones congruentes con la inversión que han hecho en educación, y quienes deciden quedarse pero no encuentran trabajo en sus áreas de experticia terminan entregando su energía vital a call centers que, no obstante tener certificados de Great Place to Work, se preocupan poco por el bienestar de sus empleados.
Muchos jóvenes en redes acusan a estos lugares de dañar su salud mental, pero iten permanecer en ellos para poder suplir las deudas que les ha dejado cursar una carrera que no ponen en práctica. Sin embargo, no deseo en esta columna señalar las fallas del sistema y la sociedad en la que vivimos, pues me gustaría, por el contrario, contarles la historia de dos personas que han tomado un camino distinto al que normalmente los jóvenes asociamos al éxito.
Hace falta que difundamos más estos otros caminos que toman los jóvenes y que promueven un éxito colectivo y no individual.
Sebastián es un amigo que decidió estudiar Diseño y Arte, trabajó por cerca de siete años en un call center. Afortunadamente no estuvo en el área de servicio al cliente, sino en la parte de analítica, que le permitió ascender rápidamente y no aburrirse o comprometer su salud mental. Logró pagar su deuda con el Icetex antes de lo que un trabajo en arte se lo hubiera permitido y, durante los últimos años, decidió ahorrar gran parte de su salario para un sueño que tenía desde que estaba en el colegio. Arregló una finca incomunicada y apartada en el Llano, empezó a construir una casa y organizó espacios para el autocultivo. Según él, la vida es mucho más tranquila y menos costosa en la periferia, por lo que los ahorros rinden mucho más, incluso para darles empleo a otras personas que cuidan y istran su terreno. Otra compañera de la especialización desistió de hacer el último semestre porque consideró que podía invertir ese dinero en construir su propia empresa en Caquetá. Con mucho esfuerzo empezó a crear vínculos con personas de la región y armar todo un portafolio asociado a la promoción del turismo ambiental y sostenible. Dejó su carrera por un sueño que ha empezado a transformar vidas en ese departamento.
Pienso que hace falta que difundamos más estos otros caminos que toman los jóvenes y que promueven un éxito colectivo y no individual. En nuestro país hay muchos rincones con necesidad de técnicos, tecnólogos y profesionales. No quiero crear una falsa expectativa, mudarse fuera de las urbes puede implicar grandes sacrificios en nuestros modos de vida, pero solo si decidimos ir a las regiones podremos generar un cambio ambiental, social y personal que busque presionar al Gobierno a cumplir su propuesta de campaña: la descentralización del país.
El regreso de la mirada a las regiones es una necesidad imperante para construir otra noción de éxito, satisfacción laboral y conexión con el país, al mismo tiempo que aportamos a la disminución de las brechas sociales y, por tanto, de los motores de violencia en nuestro país. El sistema quiere que tengamos poder individual en lo económico, político o social, pero nuestra resistencia puede estar en ayudar a los otros y a las regiones que requieren nuestra formación para la tecnificación del campo y proliferación de nuevas empresas.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR