Todavía está fresco en la memoria el recuerdo de todos los momentos en que, por un consenso natural y sin que nadie lo impusiera, a las ocho de la noche de todos los días nos encontrábamos desde nuestras ventanas o balcones para darle un aplauso a todo el personal médico, cuando aún no teníamos suficiente claridad sobre lo que era la amenaza del covid-19 y cómo atenderla.
Ese gesto simple, además de agradecer por el esfuerzo extraordinario que estaban haciendo, representaba en mi concepto un voto de confianza contundente para que los médicos(as) y enfermeros(as) lograran cumplir con la responsabilidad principal de quienes se desempeñan en esas profesiones: entender, a partir de un buen diagnóstico, de qué se trataba lo que estábamos empezando a vivir para construir desde esa radiografía inicial un camino efectivo para transitar y superar la crisis.
Tras el regreso de los colegios a su actividad presencial este semestre, la labor de los buenos maestros ha consistido en una tarea semejante: luego de encontrarse nuevamente con sus alumnos, se han invertido ellos mismos con todo el esfuerzo en tratar de conectarse nuevamente, escucharlos, observar sus comportamientos y actitudes y entender la magnitud de los fenómenos (o los síntomas) evidenciables en ellos después de tantos meses en que la sociedad los puso en el último puesto de sus prioridades. Esto configuró una situación que tiene hoy visos de constituirse en una tragedia más devastadora incluso que la misma pandemia.
Los jóvenes que con mayor grado de eficiencia pudieron regresar a sus colegios sin excusas ni evasivas por parte de sus maestros nos han permitido ver de qué magnitud puede ser este problema para quienes aún ni siquiera han podido volver por una semana completa a sus aulas. Entre los muchos factores de preocupación que hemos encontrado observándolos y acompañándolos, podemos ver que muchos presentan dificultades enormes para resolver asertivamente sus conflictos (producto de la falta de socialización), niveles desbordantes de ansiedad o precocidad derivados de la sobreexposición a dispositivos digitales y a contenidos no apropiados para su edad, además de vacíos asociados a la ruptura de procesos esenciales de aprendizaje que —no obstante los esfuerzos por protegerlos— la virtualidad simplemente no puede suplir.
Hace casi veinte años, uno de los genetistas mejor reputados del país, que ejercía también la labor de la docencia, escribió un texto en el que presentaba las que, en su concepto, podían ser similitudes naturales entre el rol del maestro y del médico. Entre los sustentos de su afirmación, decía que la responsabilidad más importante de ambos consiste en usar todas sus facultades para “auscultar” a las personas que les dan sentido a sus trabajos, de manera que puedan así vibrar, sentir y vivir con ellos.
La educación de nuestro país es hoy un paciente con múltiples dolores, que solo se resolverán de raíz si padres de familia, maestros, directivos docentes y estudiantes trabajamos en equipo. Al igual que lo hicimos con los médicos, deberíamos generar un consenso de sociedad y aplaudir todas las noches a los verdaderos maestros para expresarles con nuestro aplauso la confianza plena en su capacidad, en su trabajo, y nuestra intención de acompañarlos con todo el entusiasmo en la responsabilidad compartida de reubicar a la niñez y la juventud en el lugar que nunca debieron dejar de tener.
ALEJANDRO NOGUERA