Las elecciones regionales del jueves pasado dejaron a la región catalana sin ningún cambio decisivo. Volverán a gobernar los independentistas, atemperando, es de esperar, las ambiciones quiméricas de separatismo. La novedad, sin repercusiones a corto plazo en Cataluña, ha sido la victoria fulgurante en número de votos de Ciudadanos, el primer partido no nacionalista que consigue ganar en la historia catalana, pero que no podrá tocar poder ante la mayoría absoluta de las tres formaciones independentistas: Izquierda Republicana, Juntos por Cataluña y Candidatura de Unidad Popular.
Estos partidos, con mayoría de escaños en el Parlamento regional, iniciaron el pasado octubre una carrera desenfrenada para ‘independizarse’ de España, que los llevó a decretar una ‘República catalana’, considerada ilegal por los tribunales. Al final, el presidente catalán Puigdemont salió de España para evitar ser detenido, mientras desde la Presidencia del Gobierno central se convocaban unas nuevas elecciones regionales que han dado otra vez la victoria a los independentistas.
En todo caso, si ha habido alguien absolutamente derrotado en estos comicios ha sido precisamente Rajoy, cuyo partido, el Popular, ha recogido en Cataluña un resultado ridículo que lo sitúa en la práctica desaparición y que, a escala nacional, le va a suponer una absoluta merma de influencia, quedando en manos del partido neoderechista Ciudadanos y de sus jóvenes líderes, la catalana Inés Arrimadas y su jefe, Albert Rivera.
Las elecciones han puesto de nuevo de manifiesto la polarización en la sociedad catalana, que, como sucede en Colombia, no es del todo real como un enfrentamiento a cara o cruz. No todo se reduce, como se ha descrito cómodamente, a la pugna por la hegemonía entre constitucionales (o unionistas) e independentistas. En los dos campos hay matices e historias diferentes. Por lo demás, nada será como antes de las elecciones y, sobre todo, ya no podrá gestionarse más en ‘tire y afloje’ o echando mano de los tribunales (judicializar erróneamente la política) para encarar una situación de doble poder: dos gobiernos enfrentados con sus fuerzas de seguridad, sus medios y sus movilizaciones en la calle..., en una situación de enfrentamiento civil, con ribetes dramáticos que podrían ser suicidas.
Guste o no, los independentistas han construido un relato que se ha ido imponiendo para sintonizar con los sentimientos de una parte (en torno a la mitad) de la sociedad catalana que no se ha movido en las votaciones sucedidas en los últimos 18 años y piensa que la pertenencia a España es una rémora. En las sucesivas elecciones, más allá de la derecha o la izquierda, o de intereses enfrentados, han jugado los estados de ánimo, las emociones. Y estas, como analiza la filósofa Adela Cortina, proceden de “los relatos que se han ido inscribiendo en nuestro cerebro desde la infancia (...) y por eso, en todas las culturas educan a sus contando cuentos que hunden sus raíces en el pasado y proyectan el futuro”. Pero también sabemos, con Lakoff, que las historias para ser fecundas no solo han de ser atractivas, sino también ciertas. Lo que no sucede en el caso de Cataluña cuando se desconoce, por ejemplo, que nunca en la historia ha sido independiente y que siempre perteneció a la Corona de Aragón.
Llegados a esta situación, una mínima lucidez aconseja a los gestores públicos que, lejos de las vías represivas o insurreccionales, hay que transitar en la búsqueda, en Madrid y Barcelona, del pacto y de la solución, por la vía de reformas que aflojen la tensión en una sociedad agotada y fracturada como la catalana. Salir, como recomienda Josep Ramoneda, “del lenguaje de victoria o derrota”. No será fácil en un momento en que las dos figuras más importantes que han ganado la mayoría en las elecciones catalanas lo han hecho desde el exilio o en la prisión. Y cuando el Presidente del Gobierno es un personaje marginal en la región más decisiva de España.
ANTONIO ALBIÑANA