El presidente de Francia, Emmanuel Macron, contó hace pocos días en un discurso en Estrasburgo que el próximo año entrará al Panteón de París el historiador alsaciano de origen judío Marc Bloch, uno de los mayores maestros de la disciplina y un renovador absoluto y brillante de sus métodos y sus debates desde principios del siglo XX hasta 1944, cuando lo capturó la Gestapo y lo mató por ser miembro de la Resistencia.
Bloch ya había peleado por su país en la Primera Guerra Mundial, de la cual salió con el rango de capitán, por eso sus discípulos y sus mejores amigos, desde entonces, lo llamaban como si fuera un superhéroe: "el capitán Bloch". En 1919 empezó su carrera de profesor universitario, obsesionado por entender y descifrar los matices y la riqueza inagotable de la Edad Media tanto en Francia como en el resto de Europa.
La experiencia en las trincheras había sido traumática y reveladora para Bloch no solo por razones vitales, como pasó con todos los que pelearon allí, de lado y lado, sino también profesionales, pues de alguna manera fue en las grandes batallas del Marne y del Somme donde entendió que la esencia de eso que llamamos la civilización europea estaba anclada en el mundo medieval con todos sus ritos y sus tradiciones, sus miedos y sus viejas obsesiones.
Ya Ferdinand Gregorovius, el historiador más grande del siglo XIX, había demostrado que no hay prejuicio más estúpido que el de asociar la Edad Media con la ignorancia y la oscuridad, la decadencia y la pestilencia, cuando es todo lo contrario, quizás el momento más luminoso de la historia de Occidente. Bloch pensaba lo mismo y eso había aprendido de sus maestros, pero quería ir más allá para atrapar como nadie ese mundo estremecedor.
Por eso se sirvió de toda clase de saberes que trascendían el oficio de la historia: la demografía, la sociología, la geografía (que le parecía una clave fundamental y tantas veces olvidada), la economía, la religión y la teología, la magia y el esoterismo, la filología, en fin: no había aspecto de la mentalidad medieval que Marc Bloch no quisiera desentrañar hasta sus últimas consecuencias, con una agudeza y un rigor fuera de lo común.
Ahora Marc Bloch llega al Panteón, esa versión sa de la eternidad. Merecido premio para quien ya estaba en ella.
En 1924, Bloch publicó Los reyes taumaturgos, un libro monumental que hoy es un clásico pero que en su momento pasó casi inadvertido, en el que se ocupa de la superstición que había en Francia y en Inglaterra durante la Baja Edad Media con respecto al poder curativo de sus reyes, quienes practicaban el rito de la 'imposición de manos' a los enfermos y a los escrofulosos para curarlos y liberarlos de sus males.
Nadie entendió mejor que Marc Bloch, junto con Ernst Kantorowicz y Manuel García Pelayo, tal vez, la condición mística y sobrenatural de la monarquía medieval; nadie develó como él los fundamentos religiosos de la legitimidad de todo poder, un fenómeno que aún hoy nos sorprende e inquieta, en especial en las sociedades que más se precian de su racionalismo y su desprecio por lo sagrado.
Pero el verdadero testamento intelectual de Bloch, su mejor libro, para mí, es el que escribió ya bajo el signo de la persecución y el de la humillación de la Francia ocupada por los nazis, mientras unos pocos héroes, él entre ellos, se resistían a la infamia y trataban de preservar el último resquicio de decoro y dignidad en esa sociedad envilecida por el odio, el antisemitismo, la traición y la degradación moral.
Fue entonces cuando Bloch escribió su Apología por la historia, una defensa no solo de su oficio sino también de lo que significa en tiempos ruines asomarse al pasado para extraer de ese espejo de aguas turbulentas sus amargas lecciones.
Ahora Marc Bloch llega al Panteón, esa versión sa de la eternidad. Merecido premio para quien ya estaba en ella.