La indefinición de la justicia está entrañablemente unida a los imponderables de la culpa y el castigo. En su origen platónico fue un atributo divino, pero puestos por la necesidad a vivir en un marco normativo, los seres humanos hallaron necesaria la sanción del transgresor de las leyes para poner una pizca de orden en el caos de la existencia. La inseguridad del juicio obligó al catolicismo a paliar con la misericordia la antigua ley que transfería la culpa de padres a hijos y pedía diente por diente. Hay diferencias entre la responsabilidad y la culpa. Cada uno es responsable de sus obras, y sin embargo nadie conoce ciertamente sus motivaciones.
En un libro de Camus alguien mata porque hace calor. No siente remordimiento. La vida le sucede. La tragedia desnuda un destino por una serie de actos fortuitos y omisiones involuntarias. Y casi siempre la revelación exige la intromisión de un dios o un oráculo que le dé un halo sagrado. García Márquez dijo que la de Edipo es la más refinada de las novelas policíacas, pues el detective al fin descubre que él mismo es el culpable que busca. Nuestra cultura está marcada por los juicios vergonzantes de Sócrates y Jesús.
Antiguamente la justicia apeló a la lapidación, la horca, el potro, el desollamiento. La pena de muerte se suavizó con la guillotina, expedita e indolora, lujo de la Revolución sa. La justicia es relativa al nivel moral de una colectividad. Para nuestra sensibilidad son intolerables la pena de abandono, el olvido del delincuente en una torre a pan y agua, sin el consuelo de un rayo de luz o una palabra amiga. En las prisiones norteamericanas pulquérrimas y automatizadas el reo debe gozar de perfecta salud para su ejecución y es libre de escoger para el último desayuno de su vida los huevos sueltos o escalfados. Pero solo maquillan el viejo problema de la purgación de la falta.
La justicia calvinista no es menos atrabiliaria, aunque es más higiénica, que la de nuestras chironas de pobres donde el individuo es atrapado en aparatosos enredos de Kafka en medio de la mugre. Entre las debilidades del Estado colombiano cuenta una justicia a veces errática. El juez municipal vestido a crédito, el togado de las altas cortes, el delirante del pabellón siquiátrico de Picaleña que se cree Simón Bolívar y el señorito que paga su pena en un club de golf parecen probarnos que la justicia es en efecto ciega. Y sorda. Toda justicia es simbólica. Pero sin justicia la sociedad vuelve a la horda, al estado de naturaleza. Algunas naciones practican una justicia cerca de la venganza. Otras por utilitarismo rastrero convierten la justicia en sainete. Hemos visto a la justicia colombiana concediendo a sus escarnecedores una jaula de oro. O condenándolos a una curul en el Capitolio.
Es otra incongruencia que en la JEP pretendan contar al Partido Comunista Colombiano entre las víctimas del penúltimo conflicto que tratamos de superar. Este fue por años un semillero de combatientes para su proyecto pánico, universitarios de clase media, y proletarios de barriada, cebados con balalaikas y películas rusas, y largas, tanto que el intermedio podía durar dos horas según un amigo mío. Y brindó a los enmontados apoyo estratégico y recursos colectados con rifas de obras de arte y peñas con empanadas y aguardiente (vodka para los gerontes), a las que asistimos en la adolescencia despistada.
Hay mucha insinceridad y oportunismo en la apelación a la matanza de la UP sin mentar la guerra intestina por la línea que en el partido conocen. En las llamadas Zidres y en los apartamentos de los comandantes hoy apaciguados siguen entronizados el Che y ‘Tirofijo’ en las repisas. Los exguerrilleros de base tratan de domar el ánimo levantisco en sus empresas agrícolas o artesanales, pero como sus comandantes parecen incapaces de purificarse del engendro ideológico que plagó de tantos sufrimientos inútiles sus propias vidas y de fracasos de la esperanza el siglo XX a nombre de la cacotopía de la justicia revolucionaria.
EDUARDO ESCOBAR