La historia de la humanidad ha sido una larga crisis desde que los primeros monos despistados bajaron de los árboles, la relación de unas carencias y un enredo de confusiones compensadas con unos hallazgos a veces sorpresivos. Pero cada tiempo parece más interesante que el anterior. Y uno se siente en el derecho de envanecerse de la sombra que arrastra el suyo y del esplendor de sus logros.
En la segunda década del siglo XXI desemboca una corriente poderosa de problemas globales por resolver que superan los embelesos identitarios, los singularismos, las autonomías, el concepto obsoleto de la nación y la fantasía de la patria. Hoy estamos todos masivamente arracimados en una pequeña bolita de estiércol de una sola luna, ante una estructura en estado crítico que no se puede descifrar ni corregir con la retórica de las viejas ideologías. Y que solo puede enfrentarse con la razón y la ciencia, con inteligencia, pues, aunque a veces parezca que nos falta.
La pandemia distrajo la atención de muchos asuntos pendientes de un horizonte conflictivo. Y ahora que amaina el asedio del microbio se plantean un montón de interrogantes en la nueva normalidad, sobre las formas de trabajo del futuro, la robotización, la desconfianza en la autoridad, el absurdo estado de postración del hedonismo estéril de los gimnasios y la gula del éxito que consiste en ser visto, el vacío espiritual de la sociedad cosmética, las amenazas del cambio climático y el rastro de carbono de las mascotas que poco a poco se llenan de derechos. Y el levantamiento de los ciudadanos inconformes en todas partes. Y los populismos de las izquierdas y las derechas cebadas en la ignorancia y el rencor de los retrasados hinchado por las redes sociales. Y el pánico desplazamiento de los pueblos pardos y negros rompiendo alambradas, en fuga de las guerras, las hambrunas y la falta de oportunidades hacia la luz de las ciudades de la prosperidad capitalista. Todo presagia un futuro problemático.
A estas alturas sin embargo debemos reconocer, aunque sea para mantener el tesoro de la esperanza, que la humanidad sigue solucionando con éxito relativo sus contradicciones con la naturaleza, incluida la suya. Es obvio que la técnica hizo menos sola la soledad del encierro con los recursos de la red y los teléfonos de bolsillo, que la riqueza social permitió superar la parálisis del comercio y la industria y las instituciones se mantuvieron contra el ataque oportunista de los vándalos que aún le ponen a la letra del porvenir la música anacrónica de la revolución. La supervivencia de las especies depende de su capacidad adaptativa. Y el ser humano ha sabido transar con la realidad las condiciones para seguir tejiendo su sueño hasta hoy.
Uno de estos días vi por la televisión internacional una serie de reportajes preciosamente concebidos sobre las atávicas matazones religiosas de los países islámicos desde los años remotos de los yataganes y la toma de La Meca, agravadas hoy con la ayuda de las industrias de la guerra de las metrópolis. La mentalidad premoderna aún opera en el siglo de la física cuántica en los pueblos legendarios que inventaron el álgebra. Pero lo paradójico es que las mismas naciones que producen esos testimonios urgentes moralmente hablando, realizados por personas bien educadas e informadas, con un fondo musical sofisticado y una cámara impecable, son las que financian la dinamita que resuelve las discrepancias de los pobres musulmanes en polvo. Y cuando se cansan de sufrir, los pobres se desbandan hacia los centros de poder y a veces cuentan la tragedia de sus desórdenes en los medios si tienen la suerte de obtener los famosos quince minutos de gloria que reclamaba Warhol. Y cobran el corretaje por su participación en el turbio movimiento de los odios cruzados con el interés financiero. A veces fracasan. A veces enamoran una nativa inocente como una salchicha. Y tienen hijos alemanes de ojos tunecinos. Y así se mezclan las vidas con La Vida.
EDUARDO ESCOBAR