Mientras oía la entrevista que le concedió Gustavo Petro a la revista ‘Semana’ recientemente, y que cayó en mi teléfono de improviso con otros chismes, pensé en James Joyce por razones obvias e inaparentes.
Joyce, un educando de los jesuitas, permaneció impasible ante el embeleco nacionalista y el folclorismo irlandés de sus amigos como Yeats, demasiado celtas para su gusto. No podía simpatizar con limitaciones banderizas uno formado como católico que quiere decir universal, que ambicionaba sobre todo justificarse a partir de un intento estético, como se deduce de sus primeras prosas donde confronta la noción de Belleza de Tomás de Aquino en la figura de un joven llamado Esteban Dédalo lleno de conflictos. Primero quiso ser cantante. Cosechó aplausos con su voz en veladas parroquiales, entre parientes y amigos. Pero acabó en la literatura como contador de historias donde la gente a veces canta cuando se pasa de tragos, o se levanta como al comienzo de su novela más famosa, entonando el introito de la misa romana mientras va a afeitarse, la espuma como una hostia preparada en el copón de la bacía. El personaje lleva una bata de baño de color eucarístico, un espejo y una navaja en cruz.
Joyce se sentía más europeo que otra cosa. Y debía dolerle la Europa confusa que vivió. Aunque sabía que el horrendo movimiento homicida que las masas llaman su historia es el bullir de acontecimientos más discretos en la intimidad de la creación más allá de lo visible, el chirrido del carrusel de las formas en su evolución aupadas por el progreso técnico. El materialismo ramplón apela a las relaciones económicas para explicar la sociedad, (suma de soledades), ignorando las pulsiones arraigadas en la biología, la necesidad de espacio, y las urgencias sexuales que facilitan los intercambios genéticos. Todo eso que menosprecia como mero idealismo porque no se come ni corre en la Bolsa. Pero las ideas no son inocuas. Y hasta son peligrosas cuando las hinchan el ego y la ignorancia envanecida. Joyce temía a las grandes palabras que les sirven de soporte. Y por eso mientras Europa se masacraba por las fantasías de las suyas, él se dedicó a descoyuntarlas en una serie de libros monstruosos, tratando de entenderlas mientras se adaptaba a la pobreza, la ceguera homérica y a la úlcera bien rociada con vino blanco que al fin lo mató si no fue la sífilis.
Joyce prestó a la física moderna, que es la poesía de hoy, la palabra ‘quark’. Y escribió la novela polimorfa del autor despersonalizado, la del flujo del inconsciente freudiano. No simpatizó con Proust, cronista de una aristocracia caída aunque compartían la ampulosa enfermedad de los celos, porque ramplón como fue al modo encantador de Rabelais, Cervantes y Sterne, a quien iró, no tuvo miedo de lo escatológico. Y la morosidad de Proust enmascaraba la comicidad de la vida humana.
Joyce desconfió del mismo modo de los grandes proyectos políticos a veces encarnados en presencias mezquinas y retóricas. Era obvio que desembocaban siempre en la misma futileza, en el despropósito destructor que a veces se disfraza con la tibia palabra ‘cambio’ antes de asomar el rostro de tinieblas. Pero prefería hablar de Shakespeare y de Homero.
Como Chávez, Petro, tal vez menos por perversidad que por ingenuidad, parece muy convencido de ser el guardián de la galaxia, el campeón olímpico destinado a rescatar la civilización del capitalismo y el comercio valido de anacronismos de Ricardo sobre los salarios y los censos, y la distribución de las mercancías. Joyce era consciente de que podemos vivir sin ser redimidos. Él me enseñó a recelar de las repúblicas aéreas y que las utopías funcionan hasta cuando se ponen en práctica. A Joyce lo intrigaba Parnell, el héroe irlandés. Pero lo espantaban, dada su formación, los líderes incapaces de dudar de sí mismos ni del mundo. En un cuento sobre unas elecciones en su ciudad, escribió: “¡Pok! El corcho salió volando de la botella, y Mr. Haynes ignoró la invitación...”.
EDUARDO ESCOBAR