Dicho con perfecta inmodestia, a mí me parece que uno de los poemas más bellos de la literatura colombiana, aunque sea de los menos leídos y mejor incomprendidos, se llama La flecha inmóvil. El poema cuenta con unas seis o siete versiones publicadas en distintos papeles. Y el escritor, o quien haya sido, apela a la conciencia del camino andado, en la madurez de la vida al parecer, y hace hipótesis sobre todos aquellos otros hombres que pudo haber sido, pero no fue, que se consolaban con unas oraciones distintas de las suyas y tenían unos hogares mejor conformados que el suyo, con un jardín trasero donde hay una lora.
Él se halla convertido en un ente perplejo, en soledad y desnudo, parasitado por la incertidumbre bajo un cielo sin estrellas. Y ya solo cuenta con la compañía de su sombra a la que se dirige al final de este modo, cito de memoria: No nos queda más remedio que seguir andando, querida sombra, por esta senda de perdidos. Quizás, al final del extravío, alguien aún aguarda. A mí me gusta el poema sobre todo porque el tema está consolidado alrededor del condicional, pues dice: si volviera, ahora, el rostro de ahora, vería ese otro camino que no tomé.
Hay otras maneras de mirar el pasado no como carencia sino como sumatoria. Y ahora, tan cerca del cierre de otra rueda, de la culminación de un nuevo año, bien podemos sentirnos complacidos ante la gloria inmerecida (y padecida con impaciencia), de haber vivido para una vuelta más alrededor de un sol todavía joven en un brazo secundario de la galaxia, en un planeta estrambótico donde existen la estupidez y las ideas razonables, el miedo, el amor y el odio, y donde hay mamíferos que ponen huevos como patos, y por donde vagan los elusivos neutrinos venidos del fondo del universo, que son y no son porque solo podemos reconocerlos por el rastro que dejan en los detectores de los santos laboratorios. Es decir, como recuerdos.
Ha sido un año de pavores bajo el asedio de la peste globalizadora, el alboroto del gallineral de los políticos y las quemazones de los vándalos del petrismo.
Esta noche me pongo a mirar el año 21 ya casi preterizado y solo se me ocurren metáforas obvias para ubicarlo más allá de la pura apariencia: la imagen de un frasco de champú en cuyo fondo queda un montoncito de burbujas iridiscentes; un machete mellado que me sirve para luchar con las malezas que se quieren meter en mi casa, esa camisa raída, que mañana desecharé. Tal vez la señora que viene a hacer el aseo en mi guarida convierta en un limpión ese chiro fabricado en China, que como este año no es más que un andrajo, un harapo, un jirón. Pero algo es algo.
No nos podemos quejar si aún estamos vivos en medio de la mortandad y si nos duele el alma aunque dicen que no existe. Ha sido un año de pavores bajo el asedio de la peste globalizadora, el alboroto del gallineral de los políticos y las quemazones de los vándalos del petrismo. Los aviones con las turbinas invadidas por las serpientes me dan mucha lástima en los hangares, paralíticos, con esas ganas de volar. Y estas multitudes cuyos antifaces ocultan la sonrisa y ofrecen el brillo de unos ojos asustados. Tal vez el poeta debería escribir el poema de las cosas que fueron de veras. El de los errores y los actos fallidos. De las pequeñas y las grandes suciedades que nos hacemos, pues no somos irreprochables todo el tiempo.
Hoy es el día de los santos inocentes. El relato de la matanza de niños ordenada por Herodes es hermoso y cruel en el Evangelio de Mateo, el recaudador de impuestos. La Biblia, ya se sabe, es un haz de cuentos que formó la realidad que lamentamos y cantamos, realizando el misterio de la eficacia creadora de la fantasía. Pero Mateo no miente aunque carezca de rigor histórico. Los niños siguen siendo masacrados. Y los dioses nacen cada día en los pajares, mueren cada tarde en los patíbulos y resucitan de una tumba prestada con sus heridas intactas cada que amanece.
EDUARDO ESCOBAR