Estos últimos tiempos no han sido fáciles para nadie. Los terrores ciertos del encierro en la pandemia, las inseguridades de la apertura de la pospandemia, el comején de la inflación, la fatiga del proceso electoral con sus algaradas, la amenaza del apocalipsis de la tercera guerra mundial de la mano de un viejo comunista en plan de zar siniestro, el invierno beligerante, y las inundaciones de los ríos salidos de madre que arrastran los pueblos de los pobres con sus canastos y las gallinas de los huevos del desayuno y el altar de San Judas con la veladora, nada ayuda mucho a mantener la esperanza ni invita a sacar de paseo la alegría.
Pero existen los consuelos del arte. La música sagrada de Bach en la Semana Santa, el descubrimiento de la versión para dos pianos que hizo Bruno Walter de la Segunda sinfonía de Mahler, el documental que vi en la televisión sobre Magritte, el más circunspecto de los surrealistas, o en fin, La historia de la caricatura en Colombia, de Beatriz González, un libro editado por Villegas Editores. Enciclopedia de las añejas ojerizas nacionales, una lección exhaustiva sobre la historia del periodismo colombiano, las artes plásticas, la evolución de las imprentas, las costumbres, las ideas y las corrupciones. Todo está allí. Con el tufo de lo desvelado. Porque caricaturizar es desnudar. El hombre es el único animal que se viste. Y el único que se ríe de la realidad con el esperpento de la caricatura. La prueba regia de la inteligencia es el sentido del humor, la capacidad para asumir el grotesco de la existencia y saborearle el amargo.
La historia de la caricatura en Colombia empieza como todos los libros, incluidos los de humor, por el primer tomo. Beatriz González lo dedica a la época de la Independencia. Aunque antes de dar el primer paso en el discurso, menciona una estatuilla de la cultura tairona, representación de un cocodrilo con una vasija en la mano. El inmortal hombre caimán que aún asusta a las lavanderas que quedan, quién sabe.
La prueba regia de la inteligencia es el sentido del humor, la capacidad para asumir el grotesco de la existencia y saborearle el amargo.
Dice doña Beatriz que el diablo llegó a América con los misioneros católicos. Pero el aborigen había inventado los suyos propios, tenía sus propios diablos emplumados, llenos de dientes supernumerarios. El diablo es un universal, un personaje tan necesario como el mismo Dios para la supervivencia y la insolvencia. Es el bufón de la corte celestial. Así como el payaso en el orbe del circo representa el mal, según nos enseñó hace años Alejandro Jodorowski. ‘Pelotita’ el payaso es siempre un señor triste cuando se despinta, y más magro. Pero el bufón también es pavoroso. Es el crítico del trono. El azote del orgullo del poder. Todos los emperadores tuvieron un coro de bufones en todas partes. Los necesitaban para mantener el principio de realidad y la mentira del origen divino. El primer tomo lleva en la penúltima página un cuadrado negro que finge ser una visión de Bogotá una noche muy oscura. Hubiera podido ser Moscú de haberlo firmado Malevich.
El libro es una bella, ácida crónica de las vetustas agrieras nacionales desde los tiempos de upa. El lector ve pasar la procesión carnavalesca de los altos heliotropos de la comparsa política de siempre como en un sueño de parsimonia, carrusel de transfigurados en figurones del eterno retorno de lo mismo, títeres de un montón de resentidos, profesionales del sarcasmo y destileros de ponzoñas, muchos de ellos alcohólicos, casi todos pobres y con talento para pullar con plumillas, punzones y hollín aguado, los globos de la farsa social y para revolver los basureros de los vicios colectivos. El caricaturista niega radicalmente la inocencia del mundo. Capta ese rasgo característico de la personalidad que condena a su víctima sin apelación haciendo de una nariz, un sombrero o un ademán, un problema moral.
Colombia ha sido exitosa en el arte de embrollar las cosas para burlarse del enredo. Es capaz de perdonar el crimen de los otros. Pero no sus éxitos. Ni más faltaba.
EDUARDO ESCOBAR