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Opinión

El bien supremo

La historia ha demostrado que el utopismo delirante y promesero desemboca por lo general en atroces dictaduras.

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Toda doctrina política implica una cierta utopía, la promesa y la idealización de un futuro que se hace apetecible y que está contenido allí, revelado, digamos, en esos principios y esos valores, esas ideas, esa ética. Aunque hay ideologías y proyectos políticos en los que sin duda la utopía pesa mucho más, hasta ser casi su bandera principal y su único propósito, su justificación inamovible y ciega.
(Le puede interesar: Devaluación a mil).
En el mejor de los casos hay allí una altísima dosis de romanticismo en el sentido más profundo de esa palabra: una cura de burro, como decía García Márquez en Cien años de soledad, contra el escepticismo y las miserias de la rutina y el capitalismo. No vale la pena vivir una vida sin luchar contra la injusticia y la opresión; no tiene sentido un destino que no sea la insubordinación contra sus mandatos y sus fuerzas.
La historia ha demostrado de manera sistemática, aunque la historia no es una entelequia ni un libreto ya escrito y para siempre, así tantas veces parezca una opereta, la historia ha demostrado que ese utopismo delirante y promesero, solemne, arrollador, desemboca por lo general en atroces dictaduras, brutales campos de concentración en los que los únicos que alcanzan el paraíso son sus capataces.
Lo paradójico es que muchos de los partidarios de esa utopía suelen ser también implacables notarios de las ideas de sus contradictores, asociándolas muchas veces, y sí, con la maldad y la represión, la corrupción, el despotismo, la violencia, el horror. Es entonces cuando su desgarramiento y su severidad brillan más, es entonces cuando su clamor por la libertad y la democracia llega al cielo.
Que no se nos olvide que la utopía tiene una dimensión moral insoslayable y que ahí reside su única virtud, su fuego inextinguible.
Pero cuando son los suyos, sus amigos y sus socios, los que exhiben esos mismos rasgos tan perversos, ahí sí empiezan las sutilezas y los sofismas, las falacias, los subterfugios, los matices, la astuta relativización de esos valores que hasta la víspera parecían absolutos, porque además esa es una de las características por excelencia del utopista: su dogmatismo, su intransigencia, su moralismo.
Ya la democracia, con la que antes se le llenaba de agua la boca, no le gusta tanto porque además eso que los burgueses llaman así no es sino una mentira: una trampa del capitalismo para que el pueblo viva la ficción de que tiene el poder mientras sus verdugos lo explotan y lo oprimen y las vanas conquistas del liberalismo, la separación de poderes, la prensa libre, la libertad individual, no son nada: poca cosa al lado de la revolución.
Eso es lo fundamental: la utopía y la revolución, ese es el bien supremo en nombre del cual hay que justificarlo todo: el machismo –¡cómo les gusta el machismo a ciertos utopistas!–, la violencia, la venalidad, la ruina, la tiranía. "Compañeros: no es el momento de pensar en el ideal, ya habrá tiempo para eso, somos sus dueños. Ahora es el momento de la Realpolitik de los alemanes: la unidad de las fuerzas para tener el poder".
Además los otros son peores, dicen, así hasta debería llamarse en latín esa falacia que usan como argumento: peiores sunt, no se quejen que los demás son iguales, ¿o es que quieren que triunfe el fascismo? No, compañeros: serán unos dictadores brutales nuestros amigos pero son nuestros amigos y hay que tratarlos con cariño, enfilar el espejo muy bien hacia el contrario, como Arquímedes, para quemarlo.
Y está bien que sea así, en eso también consiste la política, claro que sí. Pero que no se nos olvide que la utopía tiene una dimensión moral insoslayable y que ahí reside su única virtud, su fuego inextinguible. Como decía el gran Harold Laski, un socialista ejemplar y brillante, al que tantas veces he citado aquí y casi siempre con la misma frase: "La revolución se hizo contra lo injustificable, no para justificarlo".

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