La introducción a El confesionario del padre Graciliano, novela escrita por el exmagistrado del Consejo de Estado Rodrigo Ramírez González, abre una buena compuerta para internarse en su lectura. Es un corto texto titulado Pido la palabra, donde el autor explica qué lo llevó a escribir este libro de corte costumbrista, adobado con un lenguaje sencillo, de estilo casi coloquial. Allí señala que con su obra no pretende simular a Aldous Huxley ni a James Joyce, pero sí contar en un lenguaje llano, sin pretensiones de obra maestra, hechos que se le venían a la mente sobre la historia de Manizales, que se le “apretujaban en la memoria con la presión del moho de los años”. Expresa también que al escribirlo quiso narrar “algo realista, algo histórico, algo satírico”. Y, la verdad, lo logró.
En ese mismo texto hay una clara advertencia para el lector. Es cuando asegura que el relato “a veces parece un cuento, a veces una crónica y a veces un remedo de novela”. Agrega, además, que el libro tiene ironía, caricatura, romance y “un poco de fantasía, de misterio, de comedia, y algo de sociológico”. Pues bien, teniendo en cuenta esas observaciones que el autor hace, pretendo acercarme a El confesionario del padre Graciliano para evaluar el trabajo como escritor de un hombre que demuestra conocimiento del arte literario y, desde luego, formación en lecturas exquisitas, que le permiten citar con propiedad autores clásicos. En esta novela se narran con detalle aventuras románticas, se cuentan chismes de salón, se inventan historias creíbles y se juega con la imaginación.
El confesionario del padre Graciliano, de Rodrigo Ramírez González, es una novela de gran calidad dialógica. Por el buen manejo de los personajes, por las historias que narra, por el juego con los tiempos, por la calidad narrativa, por el espacio geográfico, por su lenguaje mismo y por la gracia de las historias es una obra bien lograda. Se nutre de personajes inolvidables, como Albeniz Sepúlveda, que fracasó en su intento de hacer fortuna buscando oro en un río. O como Gloria María Urrutia de Pinzón, una señora perteneciente a la clase alta manizaleña, socia del Club Manizales, que tiene un desliz sexual con un muchacho de dieciséis años, con quien tuvo un hijo. A su esposo, Nepomuceno Pinzón, lo convence de que es hijo suyo. Para que no le queden dudas, al bautizarlo le pone su nombre. Sin embargo, él sabe que no es su hijo.
En El confesionario del padre Graciliano, el personaje central es Gloria María Urrutia de Pinzón. Ella llena las páginas de un libro que se inicia con la historia de un muchacho que, mientras cruza la avenida Santander en un bus urbano, escucha baladas de Raphael, Óscar Golden y Sandro. Se llama Juan Carlos. Va para la casa de doña Gloria, a encontrarse con su amigo Daniel, su hijo. Desde que lo ve, la mujer queda prendada de él. Cuando, meses después, el muchacho vuelve a su casa, aprovechando que su hijo no está, lo lleva a la cama. El final también tiene relación con ella. El hijo que tuvo con el muchacho se hace médico. Y en una investigación médica descubre que Nepomuceno Pinzón se hizo la vasectomía. Se da cuenta, entonces, de que no es su papá. Quiso decírselo a su mamá, pero como ya tenía alzhéimer, ella no podía decirle quién era su verdadero padre.
Rodrigo Ramírez González retrata en esta novela escrita con humor negro y una sátira inteligente la Manizales todavía provinciana de los años sesenta.
Un tópico para destacar en la novela de Rodrigo Ramírez González es el tratamiento que le da a la historia de Manizales. La referencia al temblor de tierra que en 1962 produjo la caída de la torre lateral de la catedral, que hizo que en el baño del Café Adamson cayera la imagen de San Francisco, causándole la muerte al poeta Guillermo González Ospina, autor de la letra del pasodoble Feria de Manizales, tiene como propósito recordarle al lector que esta mole de cemento simboliza las creencias religiosas de la ciudad. Lo mismo pasa con el asesinato del periodista Eudoro Galarza Ossa, director de La Voz de Caldas, cometido por el teniente del ejército Jesús María Cortés Poveda el 12 de octubre de 1938. Quiere dar testimonio de que este fue el primer crimen que se cometió en Colombia contra la libertad de prensa.
Rodrigo Ramírez González enumera, en una prosa fresca, elaborada con un lenguaje sencillo, que en el libro alcanza un buen ritmo, hechos históricos que son referentes obligados de la capital caldense. Habla de la fundación del Club Manizales el 10 de mayo de 1935, de cómo funcionaba el convento de la madre Anatolia, del carruaje que tenía la funeraria de Aparicio Díaz Cabal, del cable aéreo construido en 1922 y de la elección de Luz Marina Zuluaga como Miss Universo en 1958. Pero también de hechos sencillos, como el frustrado matrimonio de María Doris Cuéllar, del sufrimiento de una mujer llamada María Fortunata que queriendo casarse se quedó solterona porque no le resultó con quién hacerlo y de los chismes de las señoras de un costurero del cual hace parte Gloria María Urrutia de Pinzón.
El padre Graciliano es un alma de Dios. Está presto a perdonarles sus pecados a los feligreses que lo buscan para confesarse. A la catedral basílica llegan todos a limpiar sus almas. Un día aparece en el confesionario Gloria María Urrutia de Pinzón y le cuenta lo que pasó en su alcoba con Juan Carlos, el amigo de su hijo. Otro día llega Nepomuceno Pinzón, el esposo de ella, y le revela su relación con una empleada a quien embarazó. También llega la empleada de la casa, quien le cuenta que vio cuando doña Gloria se encerró en su pieza con Juan Carlos. Hasta las señoras que hacen parte del costurero le dicen, cuando se confiesan, que tienen sospechas de que el hijo que ella está esperando no es de su esposo. Sabían que se había hecho la vasectomía después de que lo obligaron a reconocer a un hijo.
Rodrigo Ramírez González retrata en esta novela escrita con humor negro y una sátira inteligente la Manizales todavía provinciana de los años sesenta, esa ciudad que se le quedó en la retina a una generación que, antes de que la zona comercial se extendiera hacia El Cable y Milán, vivió la apoteosis de la carrera 23, cuando hombres y mujeres de alcurnia se pavoneaban por esta vía exhibiendo sus mejores atuendos antes de ingresar al Club Manizales para la celebración de la fiesta del socio. En El confesionario del padre Graciliano se exalta la cotidianidad de Manizales en un tiempo en que no existían los semáforos, cuando todavía por su calle emblemática circulaban los buses urbanos y en los bares se escuchaba la música que salía por “una vitrola de refulgentes colores en luces de neón”.