Murió ayer en Bogotá –“ayer” es un decir en las columnas de opinión: siempre es ayer para los que escribimos mañana– don Felipe Ossa Domínguez, el librero histórico de la Librería Nacional, su gerente desde hace décadas pero más que eso su alma y su inspirador, su absoluto monarca en el mejor sentido de la palabra, porque allí no se movía una hoja sin que él lo dijera, regocijado como nadie en ese oficio hermoso que heredó de su padre.
Solo que su padre era un librero de viejo, un destino que para Felipe entrañaba quizás un rango estético y moral insuperable, por eso en privado solía lamentarse de no poder vender en su tienda esas colecciones que había ojeado y acariciado desde niño y que enumeraba con memoria prodigiosa y erudición y fruición: Araluce, Calleja, Crisol y Crisolín, Losada, Austral, Revista de Occidente, en fin.
No creo que hubiera en Colombia un conocedor más profundo y verdadero de la historia de la edición moderna hispanoamericana, de la cual sabía, con rigor enciclopédico, no solo la versión oficial y acartonada sino también, como suele ocurrir con los mejores maestros, el otro lado de las cosas, los callejones y misterios, el relato heterodoxo, cuyos protagonistas comparecían siempre en su inagotable anecdotario, que él adobaba con humor y con amor.
Su tono no era docto sino festivo, con el rasgo por excelencia de los sabios que es la posibilidad de hablar con cada quien en su propia lengua (a veces incluso en su propio lenguaje), sin poses ni presunciones innecesarias. El mejor lector que hay en Colombia es el portero de su edificio, un personaje de novela, y era una dicha verlos hablar de sus pasiones compartidas, desde las novelas de Robert Graves hasta la poesía de León de Greiff.
Podría ahondar en todas sus virtudes, pero ya lo han hecho quienes no paran de escribir para lamentar su muerte y celebrar su vida y su legado.
También era un gran acuñador de definiciones para palabras imposibles, la mejor de las cuales es la de un concepto inglés que sir Horace Walpole se inventó en una hermosa carta del siglo XVIII: serendipity, traducido casi siempre al español como ‘serendipia’, y que significa, más o menos, que uno encuentra por casualidad y azar algo mejor, muchísimo mejor, que lo que buscaba. Como dijo alguien: tocarse el bolsillo de la camisa y encontrarse el corazón.
‘Don Felipe’, como siempre le dijimos sus amigos, dio una acepción todavía mejor de la serendipia: “Buscar una aguja en un pajar y encontrarse con la hija del molinero”. Yo se la oí una vez en un almuerzo, la usé en una novela con el debido crédito, pero él era tan generoso que me la atribuyó a mí para siempre y sin aceptar devoluciones. Era lo mismo que hacía con los libros: les daba vuelo para que brillaran los autores, les encontraba el cauce de los lectores.
Podría ahondar en todas sus virtudes, pero ya lo han hecho quienes no paran de escribir para lamentar su muerte y celebrar su vida y su legado. Sin embargo hay algo fundamental que hay que decir hoy que Felipe ya no está: el mundo de la cultura, que desde afuera parece tener un prestigio inexplicable y romántico, es en realidad, y salvo excepciones conmovedoras, un lugar más bien triste y mezquino, atravesado por la envidia, la arrogancia y la amargura.
Para él, en cambio, todos sus lectores eran importantes. Todos: los que entraban a su librería detrás de una edición comentada de Dante o de Joyce o los que ni siquiera sabían por qué ni para qué estaban allí. Felipe jamás cayó en la tentación, tan frecuente en el mundo intelectual, de despreciar el gusto de nadie, ni repudiarlo cuando no coincidía con sus prejuicios. Más bien intuía qué libro es para cada quién, y casi nunca fallaba.
Los libreros son a la vez psiquiatras y cantineros, sacerdotes paganos, confidentes, atizadores de la felicidad.
Como su padre, Felipe Ossa honró el bellísimo destino de hacer felices a los demás.