A veces es más fácil identificar las áreas en las que se requieren cambios y reformas que lo que debe hacerse para materializarlos. Por ejemplo, es fácil ver la urgencia de mejorar la calidad de los sistemas públicos de educación. No hay una persona –no conozco una sola– que piense que no es prioritario educar mejor a la población.
Todos entendemos que la posibilidad de hacer una buena vida depende de la capacidad de aprender y adquirir habilidades. Por eso todas las familias, pobres y adineradas por igual, quieren a la mejor educación posible para sus hijos. Y no hay una empresa que no quiera una fuerza de trabajo mejor preparada. Al final, lo que cada cual aporta con su trabajo depende de qué tan capacitado está para realizarlo. No es difícil ver que de una población mejor educada nos beneficiamos todos.
Pero, no es tan claro cómo se arregla un sistema de educación que no funciona bien. ¿Cuánto vale armar un buen sistema? ¿Es suficiente el presupuesto que se le dedica? ¿Podría hacerse algo mejor con los mismos recursos? ¿Cuál debería ser el estándar de la infraestructura educativa y cuánto vale alcanzarlo? ¿Cómo se puede mejorar la calidad de la enseñanza? ¿Qué caracteriza a un buen profesor? ¿En qué áreas tendría que concentrarse el currículo educativo? ¿Cuál es el proceso ideal para seleccionar un maestro? ¿Qué rol debe jugar el rector? ¿Cómo asegurar educación de igual calidad sobre el territorio? ¿Qué tanto importa el transporte escolar? ¿Quién debe istrar los recursos de la educación? Las preguntas que deben responderse para diseñar la política educativa de un país son múltiples.
Lo que importa, realmente, es que las personas que gobiernan tengan claro el trabajo que hay que poner para pasar de la identificación del ‘qué’ a la definición del ‘cómo’.
En todas las áreas de la política pública, además de vislumbrar el objetivo final, para delimitar y orientar el esfuerzo del gobierno de turno, primero es necesario identificar y priorizar las preguntas que se deben responder. Segundo, es necesario recopilar y procesar el conocimiento existente, que incluye comprender el proceso que precede el momento actual de decisión. “Si realmente se quiere entender el presente, hay que comenzar por el pasado, que es la explicación del presente”, dice el profesor que encarna Paul Giammati, en uno de los poderosos diálogos de la película Los que se quedan, nominada a los Óscar este año. Parece tan obvio, pero se nos olvida. Sin esos pasos preliminares en los que el problema grande se descompone en problemas más pequeños, y se estudian los esfuerzos anteriores y sus resultados, se camina a ciegas.
La forma ideal de soslayar esos pasos iniciales es nombrar personas que hayan acumulado previamente conocimiento especializado en el área que van a liderar. Pero digámonos la verdad, esa es la excepción más que la regla en nuestros países. Lo más frecuente es que quienes llegan a liderar una cartera ministerial, por ejemplo, sean nombrados por su aporte en la etapa de campaña, o por transacciones entre partidos para lograr apoyos en el Congreso. Lo que importa, realmente, es que las personas que gobiernan tengan claro el trabajo que hay que poner para pasar de la identificación del “qué” a la definición del “cómo”. Y luego para poner en marcha ese plan de trabajo coherente con la visión de largo plazo que se persigue.
Qué rol tan importante el que puede jugar una institución planeadora, como el DNP en Colombia, si contribuye a identificar las tuercas que habría que mover para destrabar el engranaje de la máquina en algunas áreas claves de la política pública. Ningún gobierno puede cambiar de un día para otro el mundo. Pero sí puede sembrar semillas de cambio si actúa con reflexión, paciencia y conciencia de sus limitaciones, y le dedica tiempo a pensar, uno por uno, cada paso del camino.