Una serie de televisión muy popular de los últimos años, Black Mirror, presenta en uno de sus capítulos la muy distópica historia de ‘Waldo’, una caricatura de internet que se convierte en una sensación en Inglaterra por su forma de insultar a los políticos de todos los partidos. Las risas por la irreverencia y las ofensas de Waldo a todos los dirigentes británicos lo convierten rápidamente en un referente político nacional. A pesar de que no tiene discurso ni propuesta alguna, Waldo termina siendo candidato al Parlamento, únicamente por su forma de gritar a los políticos, en medio de una ola de rabia y descontento nacional.
La indignación masiva lleva a millones de personas a olvidar que gobernar requiere de una aptitud y un programa, lejos de la simpleza del desgastado odio por los políticos. Y como tantas otras veces ocurre, el futuro de horror que presenta la serie en verdad muestra la imagen de un presente ya distópico de por sí. La permanente transformación de la demagogia ha permitido que decenas de falsos profetas lleguen al poder sin programas reales ni méritos para gobernar, más allá de sus insultos hacia la política tradicional y dos o tres eslóganes capaces de cautivar a una ciudadanía indignada con toda la razón.
Los nombres de los demagogos que logran cautivar mayorías los conocemos bien en América Latina. Se trata de modas y olas donde, como siempre, los más nuevos llevan a nublar el recuerdo de tantos que vinieron antes. El novedoso nombre de Milei en Argentina por instantes ha llevado a olvidar que hasta hace pocos meses muchos colombianos repetían, a modo de pesadilla para todos los cimientos institucionales del país, que “Colombia necesita un Bukele”. Los Trumps y los Bolsonaros, y tantos otros como ellos, se presentan como descubridores de una nueva forma de hacer política pero en realidad representan el tipo de políticos más antiguo y predecible que haya existido: el de los charlatanes.
La falta de acuerdos interpartidistas facilita la llegada de falsos profetas que proponen (y algunas veces logran) romper con todo lo que vino antes.
La primera aclaración necesaria (y quizás la preferida de todos mis colegas politólogos) es que, desde luego, se trata de fenómenos muy diferentes y que responden a contextos definidos por sus particularidades. Pero comparar corrientes políticas con similitudes tan evidentes de ninguna manera es igualarlas, sino todo lo contrario: es buscar desde todas sus abismales diferencias una serie de puntos comunes que permiten una lectura de una era que vive América Latina. Desde lo inmenso y lo diverso que abarca nuestra región existe una historia política con patrones que se repiten, con factores en común y con olas que se replican a lo largo de todo su territorio.
América Latina parece ser tierra fértil para los charlatanes de la política desde todas las corrientes y orillas. Estos líderes se encuentran con sistemas políticos de menor institucionalización, sobre todo en países con democracias jóvenes y con partidos con historias cortas, lo cual les sirve perfectamente para establecer nuevos partidos construidos a su imagen y semejanza. Dado que en América Latina la inmensa mayoría de países han atravesado recientes procesos de transición democrática, los modelos partidistas no suman más de tres o cuatro décadas y permiten que líderes que prometen fórmulas absurdas pero capaces de cautivar lleguen al poder enfrentándose a las instituciones.
Mucho más difícil les queda a los demagogos subir al poder en sistemas de partidos que suman siglos de tradición democrática casi ininterrumpida, como en algunos países de Europa. A esto se suma la falta de acuerdos interpartidistas, capaces de establecer hojas de ruta para el futuro de las naciones, donde todos los partidos se ponen de acuerdo en reconocer un mínimo de los logros de sus predecesores y no ven el poder como un espacio para desmontar todo lo que fue logrado antes. Ciertamente la falta de acuerdos interpartidistas facilita la llegada de falsos profetas que proponen (y algunas veces logran) romper con todo lo que vino antes.
Pero también los demagogos latinoamericanos saben leer bien la realidad, las preocupaciones y las desilusiones de sus conciudadanos. Por eso prometen, con ideas sacadas del sombrero y, por supuesto, imposibles de cumplir, eliminar de fondo injusticias como la corrupción desbordada o la inseguridad. Esto viene naturalmente acompañado por la premisa infaltable del charlatán promedio de la política, quien desde el simplismo convence a sus electores de que todo lo que vino antes es malo y puede mejorarse de un plumazo. Porque la demagogia no puede existir sin uno de sus pilares fundamentales: la sobresimplificación de la historia, llena de generalizaciones y de repetición de discursos fáciles de replicar: que siempre han gobernado los mismos, que todos los políticos son corruptos y que todos los medios de comunicación desinforman. Y así mismo, requiere de la reducción total de una disciplina tan amplia como la política a la repetición de consignas simples en dos o tres campos.
El panorama es aún más desalentador y trágico si se tiene en cuenta el tono alarmantemente antiinstitucional que ha llevado a que millones de personas en el mundo entero aplaudan los discursos farsantes que prometen destruir instituciones valiosas para la democracia, las cuales han tardado décadas enteras en construirse. El demagogo promedio suele ser, por lo general, un enemigo de la institucionalidad, en gran parte porque encuentra en las instituciones barreras que le impiden llevar a cabo un proyecto destructivo. ¡Otra razón para que defendamos las instituciones de ellos!
La charlatanería gusta y eso es innegable. Pero estos falsos profetas también son –y eso sí que los define– expertos en defraudar y en terminar sus gobiernos en medio de desastres que tardarán décadas enteras en ser reparados. Votar por candidatos demócratas y defensores de las instituciones siempre será una mejor idea, y un camino más seguro hacia cualquier definición de progreso que se busque como sociedad.
FERNANDO POSADA