Hay cosas que sabemos y cosas que creemos, y con frecuencia confundimos las unas con las otras. A veces se pelean entre ellas, y como buenos mediadores de paz buscamos por todos los medios conciliar evidencias y convicciones sometiendo las primeras a las segundas.
En el plano personal aparecen conflictos internos complicados, pues las creencias instaladas desde la primera infancia comienzan a chocar con los conocimientos que se van adquiriendo a lo largo de la vida. Creemos en doctrinas religiosas, supersticiones o preceptos de orden político y social y a ellos ajustamos comportamientos y rituales como algo natural. Pero si tenemos una buena educación y ella nos permite desarrollar capacidades intelectuales, aprender a procesar información y someterla a análisis crítico, descubrimos que la realidad no siempre coincide con lo que nuestras creencias nos decían. Es entonces cuando el conocimiento tiene la oportunidad de guiar las decisiones que dan un determinado sentido a la vida.
Puede ser que alguien se niegue a recibir una transfusión de sangre porque su religión se lo prohíbe, que una comunidad decida inmolar a un niño para pedir a los dioses que llueva, que un sujeto transite un largo trecho de rodillas para pedir a un santo que le aumenten el sueldo o que un país pequeño sacrifique sus reducidas reservas de petróleo para salvar a todo el planeta. Eso está inscrito en el territorio de las creencias, los rituales o los símbolos, pero no del conocimiento juicioso y crítico de la realidad.
Desde luego, es más fácil ser creyente que mantener siempre el rigor del razonamiento que a lo largo de muchos siglos ha ido desarrollando la humanidad con el aporte lento y juicioso de muchas vertientes culturales. La educación es precisamente el proceso que hace posible a las nuevas generaciones apropiarse de esa herencia que permite comprender cómo funciona el mundo físico y social y avanzar en soluciones eficaces a los múltiples problemas que plantea la vida. Por eso no pueden separarse ciencia y educación, pues el ejercicio de la razón crítica viene de la mano con la capacidad de dudar y confrontar las creencias con la realidad.
La historia muestra que las hordas de creyentes suelen ser más fáciles de reclutar y conducir que las sociedades donde el conocimiento ocupa un lugar preponderante.
Este año de gobierno ha sido sorprendente: después de muchos discursos sobre la importancia de la educación, prometer universidad a cientos de miles de jóvenes, soñar con viajes a las galaxias y hablar del renacer de la ciencia, ha designado en cargos de altísima responsabilidad una colección de personajes de tan notoria carencia de conocimiento en sus áreas que da vergüenza. Pero es claro que son creyentes que compensan su ignorancia con su devoción. Una curiosa fobia a la tecnocracia ha llevado a prescindir de gente valiosísima que a lo largo de muchos años y gobiernos distintos sirvieron al país y acumularon conocimiento sobre temas importantes de agricultura, energía, salud, recursos naturales...
No resulta esperanzador para los jóvenes hacer grandes esfuerzos intelectuales y desarrollar carreras académicas esforzadas proyectadas al desarrollo del país si luego la política pública y los cargos de dirección del Estado terminan en manos de personas ineptas cuyos mayores méritos se han centrado en ser dóciles seguidores de algún hábil líder con delirios de grandeza y sensación de haber sido elegido como salvador universal.
Por desgracia, la historia muestra que las hordas de creyentes suelen ser más fáciles de reclutar y conducir que las sociedades donde el conocimiento ocupa un lugar preponderante y pretende irse dilucidando gradualmente a través de mecanismos de debate público, foros en los que prime la razón e instituciones democráticas capaces de poner el interés general por encima de las creencias y los apetitos particulares.
La paradoja es que hay que tener fe en que las cosas pueden mejorar y que el próximo año habrá un mejor lugar para la razón y la sensatez de la mano de los gobiernos locales.
FRANCISCO CAJIAO