Dice el diccionario que estilo “es el conjunto de rasgos peculiares que caracterizan una cosa, una persona, un grupo o un modo de actuación”. En el arte es definitivo para establecer la madurez y originalidad de un artista, o para identificar una época que marca hitos en la forma de representación e interpretación del mundo. También hay estilos de vida que van desde los más simples hasta los más sofisticados. Cada quien va encontrando su manera propia de liderar, viajar, vestir, hablar, negociar, comer o descansar, dependiendo de su rol y su personalidad. En el modo de gobernar el estilo es un asunto esencial, porque a través de las formas se revela lo más profundo del pensamiento del gobernante.
Es sabido que la originalidad total no existe, de modo que en la formación del estilo se toma mucho de otros y con frecuencia del pasado. Estudios recientes sobre la democracia en América Latina parecen mostrar cierto gusto por regresar a estilos autoritarios que vienen de muy atrás en la historia. No falta algún dictador caribeño con sabor a emperador romano, o algún emulador de Stalin con purgas sistemáticas de todo eventual contradictor. Por supuesto, nadie confiesa su iración por el populismo y nacionalismo exacerbados de Hitler, pero es evidente el gusto de muchos por los discursos eternos y el deseo de ser adorados por el pueblo como redentores providenciales. El fantasma de Goebbels se pasea todavía con libertad sin distinciones ideológicas.
Releyendo a Norbert Elias se me viene a la cabeza que por estos lados está pegando el estilo de la sociedad cortesana del Rey Sol, como llamaban a Luis XIV. A él se atribuye la frase de “el Estado soy yo”, lo que significaba que estaba por encima de todas las instituciones civiles o religiosas. En lógica monárquica, sus gustos, sus caprichos, sus fantasías eran leyes inapelables y la Corte fungía como permanente comité de aplausos en Versalles. Desde luego, no importaba el costo de alguna ocurrencia, como la construcción del palacio en el que concentró a todos los nobles para que no estuvieran en sus territorios creando malestar. Su estilo particular de gobernar fue centralizar todo en un pequeño grupo obediente y temeroso de perder privilegios, sin importar si eran idóneos para las funciones de gobierno, ya que lo importante era que creyeran incondicionalmente en él, más allá de cualquier raciocinio. Esto se premiaba con la invitación a estar en el círculo cortesano, mientras los mínimamente escépticos eran marginados.
Invitar a Palacio solo a los gobernadores amigos tiene un desagradable tufo a sociedad cortesana.
El estilo de Luis XIV fabricó el descontento que produjo la Revolución sa y la instauración de la democracia moderna. En lugar de un enviado de Dios, investido de poderes absolutos, el nuevo estilo estaría marcado por el ejercicio de la razón y tendría como fundamento la decisión de los ciudadanos, preferiblemente educados. Las instituciones estarían por encima de las veleidades y los vaivenes emocionales de los mandatarios, y se podría disentir sin miedo a caer en desgracia o ser expulsado del reino. Claro que el propio Napoleón, gran promotor del cambio, prefirió el estilo viejo y se autoproclamó emperador.
Invitar a Palacio solo a los gobernadores amigos tiene un desagradable tufo a sociedad cortesana, al igual que favorecer sin miramientos a personajes de muy precaria preparación, cuando no de antecedentes cuestionables. Cumplir con las grandes expectativas generadas en campaña no se consigue inventando teorías sociopoéticas sobre la paz, el medio ambiente o los viajes interestelares, ni escupiendo de manera incontinente decenas de frases sueltas desde un teléfono celular sin mediar el análisis que requiere la cordura.
El estilo importa y el actual es vergonzoso. En la historia hay buenos ejemplos de estilo democrático en los cuales buscar inspiración no solo para bien de quien hoy gobierna sino de todos nosotros.
FRANCISCO CAJIAO