Nos quedamos sin Papa. Papa en mayúscula, por respeto y para que no se confunda la expresión con la frase común en hogares pobres. Se fue a los tranquilos salones de Dios el pontífice Francisco, a los 88 años bien vividos y benéficos para la humanidad.
Su vida fue extraordinaria, llena de significados y mensajes. Y partió así. Nada menos que el lunes de resurrección, porque "el que cree en mí no morirá para siempre", y un día después de haber salido al balcón de la basílica de San Pedro a impartir su bendición urbi et orbi ante la plaza llena.
Se fue dejando su última bendición y sus últimas sonrisas, porque fue un hombre que sonreía y contagiaba alegría. Eso ya es especial y se agradece en este mundo de caras amargas. Había paseado el domingo por la plaza de San Pedro, en su papamóvil, saludando y diciendo adiós a la vez a una muchedumbre que lo aplaudía y iraba hasta las lágrimas. No gritaban como en las despedidas a los ídolos "te queremos, Papa, te queremos", pero fue un recorrido sentido, lleno de amor y de fe.
Y partió. Y vinieron los consabidos comentarios en voz baja. "Fue una muerte tranquila", "no sufrió", "cerró sus ojitos y se fue". Y no faltan los que dicen que "quedó muy bonito", "parece sonreír". A lo mejor él sí. O el que dice que a última hora le alcanzó a decir que le heredaba el carro.
Yo sí digo, "te queremos, Papa, te queremos", porque se va un pontífice cercano, nuestro, que hablaba español, que jugó fútbol y era hincha de un equipo, que montó en bus, de clase media, que fue al colegio y a la universidad hasta alcanzar la cima. Llegó a la santidad, pero siempre fue el mismo hombre, de carne y hueso, que conocimos en la cancha. Esa es la grandeza, en un mundo de "endiosados".
Dentro de unos 20 días habrá humo blanco en el Vaticano y se dirá habemus papam. Esperemos que continúe el legado de Francisco, el hombre.
Se va un Papa que sabe de nuestras angustias y penurias, de nuestras violencias y esperanzas. Y por ellas oraba. Un Papa que comió de lo nuestro, che, y con che, chuleta, churrasco, chinchulín, changua, chicharrón o chile. Un Papa cercano, saludador, abrazador, humano, querido. Un buen hombre.
Lo de que fue una muerte tranquila, lo creo. Pero no sé qué tan tranquillo deja este mundo incendiado en el que, no obstante sus grandes esfuerzos en temas de paz, Putin, que no cerrará los ojos tranquilo, sigue sus ataques demenciales al pueblo ucraniano, Netanyahu no se detiene, los terroristas de Hamás no devuelven a los secuestrados y aquí los grupos violentos matan y desplazan todos los días. Confiemos en que esos pendientes los converse Francisco con Dios.
Pero hizo mucho por dejar una Iglesia más sintonizada con las realidades del mundo actual, acercó a la juventud a Roma y a la fe, la llamó a no perder la esperanza y la alegría, la invitó a defender la tierra; luchó contra la corrupción interna y externa, fue apóstol de los refugiados. Tuvo el valor de condenar los abusos sexuales del clero. Y claro. "Me siento obligado a pedir perdón personalmente por el daño que han hecho, por haber abusado sexualmente de niños", dijo al referirse a algunos sacerdotes poseídos por el diablo.
Sobre la comunidad LGBTIQ+ y más, expresó: "Quién soy yo para juzgarlos". Tenía mucha resistencia interna en cuestiones de aborto y planificación, que a los pontífices les toca dejar para el día después, o para el Papa después.
"Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres", dijo. Y como lo suyo fue el ejemplo, que es la mejor enseñanza, ejerció con sus zapatos viejos, en carro viejo, en vivienda humilde, con sencillez y bondad, sin intereses personales, sin espejo retrovisor, sin odio, al servicio de los más necesitados. ¿Qué líder puede despedirse así, con la gratitud de medio mundo? Que lo piensen muchos.
Dentro de unos 20 días habrá humo blanco en el Vaticano y se dirá habemus papam. Esperemos que continúe el legado de Francisco, el hombre.