Carlos Caballero, en su última columna, arguye que tenemos por lo menos seis crisis distintas: sanitaria, política, económica, internacional, educativa y de seguridad interna. Sin embargo, y a pesar de que cada una de esas crisis tiene sus particularidades, me atrevería a proponer que todas ellas tienen origen en un déficit, y no me refiero al déficit fiscal. El sistema político sufre de un agudo ‘déficit de representatividad’.
Las sociedades tienen procesos de cambio en los que, de manera a veces imperceptible, se van ampliando y diversificando los sectores, los intereses, los colectivos, las aspiraciones... Mejor dicho, es inevitable que con el tiempo aumente la complejidad estructural de la composición de la sociedad hasta un punto en que poco tenga que ver con aquella que construyó el edificio político e institucional en el cual les toca –a los nuevos actores– desenvolverse.
Esa realidad genera un ascendente conflicto entre el ‘Ancien Régime’ y la sociedad emergente. Si el sistema político tiene la capacidad de tramitar las necesidades y las angustias de los nuevos sectores de manera eficaz, la transición se produce gradualmente, sin necesidad de rupturas abruptas. En el caso contrario, la presión sobre las estructuras existentes se incrementa hasta el punto en que los sectores ascendentes –cada vez más relevantes y mayoritarios– consideran ilegítimo el ‘statu quo’ y no se sienten reflejados en los procesos de toma de decisiones. Esta tensión en ascenso se manifiesta explosivamente cuando ocurre un deterioro tan grave, en las condiciones de vida de la gente, como el que se está padeciendo actualmente.
Las ‘estructuras de representación’ del sistema político ya no son capaces de responder a sus intereses, ni les ofrecen vehículos adecuados para canalizar con efectividad sus reclamos y aspiraciones. Eso es precisamente lo que está sucediendo hoy en Colombia. El Observatorio de la Democracia, de Uniandes, encontró que el nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia, en el 2020, alcanzó el nivel más bajo en décadas (18 %). La confianza ciudadana en todas las instituciones, incluso las más reputadas en el pasado, está por el piso.
La ‘democracia participativa’ –inspiración de la Constitución de 1991– les dio a los ciudadanos poderosas herramientas jurídicas para hacer valer efectivamente sus derechos. El énfasis en la protección de los derechos individuales y de las minorías ha sido un factor fundamental para que por la vía jurisprudencial la gente se sienta reivindicada. No obstante esos logros, la Constituyente no tuvo igual audacia para transformar la democracia representativa.
Las estructuras de poder mediante las cuales se definen y se eligen quienes representan a la sociedad en escenarios como el Congreso, las corporaciones legislativas, las cortes y los organismos de control quedaron sustantivamente inalteradas en 1991, amarradas a una forma de hacer política que es totalmente divorciada de la ‘nueva sociedad’. Eso lleva a que hoy, una inmensa mayoría de los colombianos no se sienta representada ni en los políticos, ni en los partidos ni en ninguna parte.
En ese contexto, la ‘nueva sociedad’ para hacer valer su voz se siente obligada a recurrir a otras formas de manifestación democrática, que afortunadamente quedaron protegidas en la Constitución de 1991, como el derecho a la protesta. El problema surge cuando al perpetuarse el ‘déficit de representación’ los ciudadanos terminan convencidos de que la protesta popular y las vías de hecho son la única opción que les queda para hacerse sentir. Ya hemos pasado por ahí en el pasado. Con gravísimas consecuencias.
Dictum. Las palabras de los funcionarios, encabezados por el presidente Duque, contra el candidato Gustavo Petro son una peligrosa e ilegal intervención en política. Así empezó “La Violencia”.
GABRIEL SILVA LUJÁN