Los gobiernos infames queman tiempo. Como lo suyo no es gobernar, sino monopolizar el poder, cuentan con el paso de las horas para que los escándalos se sepulten bajo la pila de las noticias y los horrores se reduzcan a costumbres. Cuentan, como el régimen brutal de Maduro, con este momento terrible: el punto de giro en el que el mundo se encoge de hombros ante una dictadura –y, resignado a la crueldad de la especie, sigue adelante con las cosas del día– como si denunciar fuera redundante, inútil. Ya qué. Ya se consumó su farsa. Ya se jugó el juego y se avaló el simulacro. Colombia no solo perdió la oportunidad de portarse como una democracia de 2024, sino que hizo su papelón, de cero en Historia, desde el presidente que comparó su anhelada caída de Maduro con la del Muro de Berlín hasta el presidente que propuso un Frente Nacional venezolano.
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Bucle)
Siguen los llamados agónicos de la OEA. Siguen las ideas “violatorias del derecho internacional” –dice Human Rights Watch– de las cancillerías de Brasil, de Colombia, de México. Siguen las equívocas reuniones de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores. Siguen las declaraciones envidiables del Gobierno de Chile. Vuelven las heroicas protestas en las calles venezolanas. Continúan las violaciones a los derechos humanos que se les critican a los regímenes lejanos. Ciertas figuras valientes corren el riesgo de decir la verdad: el funcionario Delpino, del Consejo Nacional Electoral, no solo reconoció que no hay una sola prueba de la elección de Maduro, sino que se le falló al país a plena luz del día. Pero lo cierto es que el déspota anacrónico ha dejado de ser una parodia: el título de su trama es, hoy, “El traje nuevo del dictador”.
Qué tal ser uno de los ocho millones de venezolanos, de todas las suertes, que tuvieron que irse porque la alternativa era la ruina o la muerte.
Y la novela de su dictadura, plagada de sangrientos lugares comunes, también habla del “día en que será prohibido respirar aire libre sin permiso de autoridad competente” de El matadero (1871), de “los hijos orinados en el cementerio” de El señor Presidente (1946), del “después de mí vendrá el que pueda” de Yo el Supremo (1974), de “esta patria que no escogí por mi voluntad sino que me la dieron hecha” de El otoño del patriarca (1975), del “castillo de naipes que el general sostenía con su presencia” de Oficio de difuntos (1976), de “la vida que es enemiga de cualquier dogma” de Antes que anochezca (1992), del “sistema del que solo podían ponerse a salvo los exiliados y los muertos” de La Fiesta del Chivo (2000), y es terriblemente obvio que ninguna vida de ningún pueblo merece semejante infierno.
Qué tal tener que salir en puntillas de la vida que uno ha hecho a puro pulso día por día por día. Qué tal ser uno de los ocho millones de venezolanos, de todas las suertes, que tuvieron que irse porque la alternativa era la ruina o la muerte. Qué tal ir envejeciendo afuera, como les ha pasado a tantos colombianos perseguidos, malogrados, con la mirada puesta en la injusticia. Qué tal estar constatando en los noticieros del mundo, con cuentagotas, que el país en el que se nació –la tierra de los padres, la casa de la infancia, la fuente de la nostalgia– cada vez es más lejano, más borroso. Nadie merece ese desgarro. Nadie tiene por qué sonreír mientras los políticos más mezquinos del planeta fingen –en las narices de este mundo desdeñado– que escriturarse el poder es gobernar.
Por enésima vez: siempre sorprenderá que esos bodegueros neoconservadores, que son capaces de defender a los revendedores de boletas e incapaces de reconocer a los gobiernos de izquierda, sean tan sensibles a la pesadilla de Maduro, pero tan ciegos al genocidio de Gaza, los 6.402 falsos positivos o los desmanes en El Salvador. Y, sin embargo, son como son para que ningún demócrata se permita ser como ellos.