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Un grito de auxilio por Afganistán

Hay temas que no son ajenos ni requieren de cercanía geográfica para recibir empatía.

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La segunda semana de abril de 1994 el mundo escuchaba, a través de algunos medios de comunicación, el clamor del pueblo de Ruanda (África) por el genocidio que estaban padeciendo. Hoy es claro que hubo mínimas acciones para salvar a ese millón de vidas de la población tutsi, a manos de la etnia hutu, que gobernaba. Hoy, 28 años después, los testimonios de las mujeres sobrevivientes también nos dan cuenta de la barbarie de violencia sexual que afrontaron.
(También le puede interesar: La podredumbre de la UNP)
El mundo supo del genocidio y calló. Ningún líder mundial tomó acciones oportunas para frenar la estela de crueldad y odio, y la comunidad internacional solo llegó a recoger los cadáveres y a atender a los 2 millones de desplazados. Se dijo que era una herida profunda en la historia de la humanidad de la que debíamos aprender.
Es por eso oportuno remontarse a los testimonios de quienes lograron salir con vida para poner todos los reflectores y todas las acciones posibles en Afganistán.
Aún no conocemos la verdad de los hechos que rodearon la salida de las tropas estadounidenses y las acciones que siguieron al 31 de agosto de 2021, una vez despegó el último avión desde Kabul, abriéndoles paso a los talibanes. Testimonios fugaces hablan de desapariciones y tierra arrasada. Y lo que ha llegado en el último año, por medio de las redes sociales y la valentía de quienes aún reportan desde allí, es la imagen de la más flagrante violación de derechos humanos.
Quitarle el derecho de ayuda humanitaria a un país, de asistir a un aula de clase a una niña y una mujer, o de mostrar el rostro con libertad, también es una barbarie.
Lo último, prohibirles a las mujeres ir a la universidad –ya lo habían hecho con las niñas en las escuelas– y negarles la posibilidad de trabajar en los programas de asistencia humanitaria. El ministerio de Economía les ordenó a todas las ONG suspender los puestos de trabajo de las mujeres que, en Afganistán, representan el 80 por ciento de su sistema laboral.
La justificación que entregó el portavoz de los talibanes, Abdulrahman Habib, se remite a otra violación de derechos: las mujeres no se han adherido a la orden de la istración (los talibanes) del código de vestimenta islámico para las mujeres. Es decir, el uso obligatorio del burka.
Violaciones de derechos que pareciesen ocurrir en otro planeta por lo lejano y por lo absurdo, pero lo cierto es que cada vez la opinión pública y la sociedad deben entender que hay temas que no son ajenos ni requieren de cercanía geográfica para recibir empatía, aún más cuando se habla del destino que correrá, a corto plazo, una nación entera.
El secretario del Departamento de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, ha recalcado que “las mujeres son fundamentales para las operaciones humanitarias en todo el mundo”, y lo cierto es que si se borra de tajo a quienes entregan alimentos, prestan atención médica y social, evalúan las necesidades humanitarias y controlan la entrega de ayudas, la crisis social afgana no solo se remitirá al uso de una tela que invisibiliza a las mujeres, también a una tragedia sin precedentes de hambre, enfermedades y desestabilización social.
En cifras, 28 millones de afganos a la deriva, que requieren ayuda humanitaria.
Afganistán, un país tan ajeno, al otro lado del mundo, pero que necesita miles de voces y acciones de respaldo, como lo necesitaron sus periodistas mujeres y presentadoras de televisión, quienes en el pasado mes de mayo fueron obligadas a cubrirse el rostro ante las cámaras. Valientemente y en bloque, ellas se negaron y salieron al aire con tan solo un velo cubriendo su cabeza.
Inmediatamente, el ministerio afgano de la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio ordenó a los directores de los informativos despedirlas, so pena de ser encarcelados ellos. Nadie protestó.
1994 le dio una lección a la humanidad para la no repetición de la barbarie con los hechos de Ruanda y quitarle el derecho de ayuda humanitaria a un país, de asistir a un aula de clase a una niña y una mujer, o de mostrar el rostro con libertad, también es una barbarie. Que ese sea un propósito para el nuevo año que recibiremos dentro de dos días: levantar la voz por los demás.
JINETH BEDOYA LIMA

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