Como lo proclama el preámbulo de la Constitución de 1991, ella fue puesta en vigencia por la Asamblea Nacional Constituyente, a nombre del pueblo colombiano, con el fin de asegurar los valores fundamentales –la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz–, no de cualquier manera, sino “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”.
El preámbulo de la carta política tiene poder vinculante, pues hoy, según la jurisprudencia de la Corte Constitucional, se concibe como un “deber ser”, y no simplemente como un “querer ser” –que era como lo entendía la Corte Suprema de Justicia, al interpretar la Constitución de 1886–. Así que no estamos ante simples sugerencias o aspiraciones de los constituyentes, sino de mandatos que deben ser cumplidos por gobernantes y gobernados, y que, con frecuencia pierden de vista o ignoran tanto los órganos estatales como sus críticos y los particulares.
Insistamos, entonces, en que los valores constitucionales deben ser realizados y preservados, pero dentro de un marco jurídico, democrático y participativo. En libertad, en paz y con arreglo a las normas.
Lo decimos porque, en la práctica, se ha venido imponiendo un criterio según el cual todo vale cuando se trata de reclamar derechos, protestar, exigir o reivindicar. Se dejan de lado los mecanismos constitucionales y los procedimientos legales, el derecho de petición, las solicitudes respetuosas, y se acude a las vías de hecho, que muchos consideran más efectivas para provocar respuestas y producir efectos inmediatos.
Tanto las entidades públicas nacionales como las departamentales, municipales y distritales deben tener en cuenta el interés general, que es prioritario.
La Constitución garantiza las libertades de expresión y reunión, el derecho a la manifestación pública y a la protesta, pero insiste en el carácter pacífico de su ejercicio. El abuso de esas garantías –so pretexto del reclamo– no está institucionalmente protegido, y los desbordamientos, los excesos, el uso de la violencia, la presión ilícita, el delito... no están justificados por los propósitos que se persiguen, y quienes promueven o adelantan esos comportamientos deben responder ante la justicia.
Quemar vehículos, apedrear edificios, destruir centros policiales, secuestrar a militares o funcionarios, obstruir vías públicas, paralizar el transporte, afectar el patrimonio público no son formas legítimas de protesta. Ni pueden ser las fórmulas adecuadas para solucionar los problemas, corregir los errores o generar el diálogo con las autoridades.
Las vías de hecho deben ser rechazadas, en cuanto, por definición, rompen el orden jurídico, desconocen la autoridad y fomentan la violencia. Pero, igualmente, es censurable y debe ser rechazada la actitud de las entidades e instituciones contra las cuales se dirige la protesta cuando, por su acción, negligencia u omisión, han dado lugar al descontento colectivo y a los consiguientes reclamos, y cuando solamente dialogan, cumplen sus obligaciones o prestan sus servicios a raíz y como resultado de tales vías de hecho. Las funciones públicas deben ser ejercidas no como respuesta a la protesta, sino porque las señala y exige la normativa, y porque las personas y las comunidades tienen derechos, en condiciones de igualdad.
También allí –en el mal servicio, en la ineficacia, en la negligencia y en el abandono– tiene origen, en muchas regiones del país, la molestia de la gente y la necesidad de ser escuchada. También por ello hay responsabilidad, y debe hacerse efectiva. Recuérdese que, al tenor del artículo 6 de la Constitución, mientras los particulares solo son responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes, los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones.
Tanto las entidades públicas nacionales como las departamentales, municipales y distritales deben tener en cuenta el interés general, que es prioritario, y cumplir sus funciones con sentido razonable y justo, sin esperar la protesta colectiva.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ