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Unos cuantos cuentos cruentos

Como el teclear literario no daba para vivir ni beber, me apunté al periodismo y a la publicidad.

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COLUMNISTA Y POETAActualizado:

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Desde que me regalaron la primera máquina de escribir decidí dedicarme a la prosa y la poesía, en las que ya venía tanteando sobre cuadernos Perna con letra Palmer. Era una Hermes Baby azulada, apenas para este joven Mercurio correveidile que ensayaba sus primeros pasos hacia el abismo con malla del nadaísmo. Lo primero que escribí fue un poema contra el Santa Librada College que me había negado el cartón de bachiller por desaplicado. Pieza que corrió por el mundo y me generó varios premios de poesía. Ante lo cual las directivas del claustro, viendo que cada vez que me entrevistaban decía que era del único bachiller sin cartón, decidieron concedérmelo honoris causa. Ejemplo que siguió la Universidad Santiago de Cali al otorgarme, a la par con mi maestro Hernán Nicholls y mi colega Leonardo Peña, el Doctorado en Comunicaciones, en pomposa ceremonia en el Teatro Jorge Isaacs, que desde entonces comenzó a desmoronarse. Y también el colegio, que años después bautizó con mi nombre su Auditorio, a partir de allí empezó a derrumbarse por fallas en sus cimientos. Heraldo de mala suerte. Espero que el actual alcalde Eder me reivindique.
(También le puede interesar: Del fin del nadaísmo)
Como el teclear literario no daba para vivir ni para beber, me apunté al periodismo y a la publicidad. Y a pesar de que periodista había sido Gabo –nuestro mejor prosista–, y publicista Álvaro Mutis –nuestro mejor poeta–, me espetaban los camaradas que ya no podría decir como García Márquez que no me había ganado un peso que no fuera con la máquina de escribir. “¿Y es que ustedes creen que yo escribo mis eslóganes y crónicas con el culo?”, me iluminé. Y como esta respuesta fue comentada por televisión, me doblaron los sueldos. En la radio fui acogido por Alberto Giraldo, quien me permitió emitir El informe inconforme, al lado de El informe confidencial de Jorge Enrique Pulido. Don Guillermo Cano me concedió la columna ‘El huevo filosofal’ en El Espectador. Tanto Pulido como él fueron barridos por las balas del narcotráfico.
Cuando en el 80 gané el premio de poesía de la editorial de García Márquez, La Oveja Negra, el presidente Belisario y su directora de Colcultura me enviaron a Macedonia a participar en un Festival. De regreso me paseé por Europa central como embajador volante de la cultura y tres meses después estaba en Madrid aprestándome para el retorno. Para despedirme del Viejo Mundo me encatré con una buscona de Malasaña. A los tres días debía tomar el avión de Avianca procedente de París con destino Bogotá. Esa mañana al ducharme descubrí que estaba infectado. Así no podía regresar a casa luego de 90 días de gira. Llamé a la aerolínea a pedir que mi viaje fuera aplazado para la semana siguiente y me dirigí al dispensario. Allí, mientras me aplicaban la primera inyección de Benzetacil Z7, ¡cómo olvidarlo!, escuché por televisión que el avión de Avianca, el Olafo, acababa de caer sobre el aeropuerto de Mejorada del Campo con una cantidad de artistas y escritores invitados por Belisario, entre ellos Marta Traba y su esposo Ángel Rama, el mexicano Jorge Ibargüengoitia, el peruano Manuel Scorza, la pianista catalana Rosa Sabater, el escultor colombiano Tiberio Vanegas con toda la obra de su vida que traía para que yo se la presentara. Desde entonces respeto la gonorrea y doy vivas en todas las películas de Víctor Gaviria.
Me quedo dormido en medio de estas evocaciones villaleyvanas. Sueño que voy para Bogotá escuchando la radio de la camioneta que conduce mi esposa. De pronto el locutor prende la alarma. Dice que ha ocurrido un fuerte golpe de Estado. Que un general derrotado ha derrocado al señor presidente. Que las calles de la capital están que arden en lo que podría ser un segundo bogotazo. La plaza de Bolívar es todo un campo de batalla. Y así está todo el país. Incluso se insinúa que el mandatario se ha aplicado el harakiri con la espada de Bolívar. ¡Qué pesadilla! Menos mal que mi mujer me despierta chocándose contra un árbol.
JOTAMARIO ARBELÁEZ

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