En la Amazonia colombiana, el área cultivada en coca es de 27.000 hectáreas. Y en el litoral Pacífico llega a 50.000. Sumadas estas dos importantes y abandonadas regiones del país, alcanzan el 40 % del área sembrada. Los programas de sustitución de los cultivos de uso ilícito tienen más de dos décadas de desarrollo. Primero, en la Amazonia y, luego, en el Pacífico. Y con pocas excepciones, han sido un estruendoso fracaso. Ningún producto lícito ha podido competirle a la coca porque la infraestructura de vías de comunicación es precaria y, además, esos suelos en los que originalmente existieron bosques tropicales son de mayor acidez que los del interior del país y en ellos los productos agrícolas tradicionales no son de la misma calidad.
Resolver esos cuellos de botella implica dos cosas: construir carreteras con un costo ambiental enorme en algunos casos y, por otra parte, ensayar cultivos alternativos que se adapten bien a esos suelos, con el riesgo de que su demanda en el mercado sea muy limitada en un primer momento, ya que no son productos de consumo masivo.
En ese orden de ideas, me arriesgo a proponer para este par de regiones y las zonas protectoras de fuentes hídricas la creación de una renta básica forestal para subsidiar a las familias que sustituyan los cultivos ilícitos por bosque y a aquellas cuyos predios estén sembrados en bosque actualmente.
Nuestro principal desafío como sociedad global es enfrentar el cambio climático. En Colombia no lo estamos haciendo suficientemente. El año pasado fueron deforestadas 170.000 hectáreas y sus principales causas fueron, en su orden, la ganadería extensiva y los cultivos ilícitos.
Los árboles absorben el CO2 y otros gases de efecto invernadero como el monóxido de carbono o el dióxido de azufre. También juegan un papel crucial en el ciclo del agua porque ayudan a mantener una elevada calidad de esta, influyen en la cantidad disponible y contribuyen a la reducción de riesgos como desprendimientos de tierra, inundaciones y sequías.
Un neoliberal diría que no es sostenible un subsidio permanente, pero nosotros los socialdemócratas sostenemos que el conjunto de la sociedad debería financiar aquellas actividades que garanticen una mejor calidad de vida en el futuro.
En el litoral Pacífico viven el 2,7 % del total de los colombianos y en la Amazonia, apenas el 2,4 % de la población total del país. Si además desagregamos de ese 2,7 y 2,4 % la población que vive en las zonas rurales, concluiremos que no más del 2 % de los colombianos tendrían a esa renta con el compromiso de erradicar voluntariamente la coca sembrada. Resulta apenas lógico que las mayorías financiemos un subsidio que tendría un enorme beneficio general. Además, se financiaría esta renta básica no solo con recursos del presupuesto nacional, sino con cooperación internacional y, adicionalmente, a las actividades económicas que causan un mayor impacto en el bosque como la ganadería se les podría imponer una tasa de compensación cuyo destino exclusivo sería la financiación de la renta básica de reforestación.
Un predio sembrado en bosque no es intocable. En medio de él, las familias podrían sembrar cultivos de pan coger y desarrollar actividades pecuarias a menor escala para consumo propio.
Además, habría que darle mayor apoyo a los Pdet como una política que garantice que en el corto y el mediano plazo se les llevaría bienes públicos a los habitantes de esas regiones. Sin duda, una estrategia de estas dimensiones significaría cortar de tajo la violencia en zonas afectadas históricamente por la guerra.
Propongo un gran acuerdo a todas las fuerzas políticas alrededor de esta propuesta que, si la implementamos con seriedad y eficacia, sin meterle ideología, conseguiría el triple propósito de encontrar una alternativa de sustitución de cultivos de uso ilícito, luchar contra el cambio climático y acabar con la principal fuente de violencia en esas zonas abandonadas a su suerte.
JUAN FERNANDO CRISTO B.