En su discurso del 20 de julio pasado, el presidente Petro hizo una disertación muy interesante sobre la transición de la violencia en Colombia, donde afirmó que pasamos de una primera fase marcada por la disputa entre liberales y conservadores a una segunda en la cual la guerra se libra entre la insurgencia y el Estado. Y ahora “estamos transitando a otra violencia”, que es “la violencia por la codicia y la riqueza”, la guerra por las economías ilícitas. A diferencia de las dos primeras fases, hoy el objetivo no es la toma del poder, sino las rentas.
Con el propósito de analizar quién es el ser humano involucrado en esta tercera fase, podemos identificar dos tipos de personas: aquellas a quienes “la vida las empujó” a ser parte de un grupo armado ilegal y aquellas cuya vinculación con estas organizaciones es resultado de una decisión deliberada.
Para ambas, ser parte de un grupo armado se convierte en una forma de movilidad social y en un vehículo para sentirse reconocidas y tener sentido de pertenencia. Mientras la escasez de oportunidades socioeconómicas y las situaciones psicoafectivas precarias (como la falta de afecto, el maltrato o el abandono) son lo que “empuja” al primer grupo a ingresar a las organizaciones armadas, el segundo grupo encuentra motivación en el dinero, el poder e, incluso, la adrenalina que estas ofrecen.
Si bien este subsidio podría ayudar a resolver las necesidades básicas de muchas personas, no sería suficiente para satisfacer sus necesidades psicoafectivas.
No obstante, hay que tener claro que después de un punto, la acumulación de dinero tiene un retorno negativo, ya que las personas, en lugar de disfrutarlo, deben dedicarse a salvaguardar su propia seguridad.
En un país donde la violencia se volvió prácticamente una profesión, ¿qué se les puede ofrecer, entonces, a aquellas personas que están en la guerra por la codicia para que abandonen este camino?
Frente al primer grupo, el Gobierno propone el programa Jóvenes en Paz, que busca otorgar un subsidio mensual a jóvenes en situación de vulnerabilidad para evitar su vinculación a organizaciones ilegales. Si bien este subsidio podría ayudar a resolver las necesidades básicas de muchas personas, no sería suficiente para satisfacer sus necesidades psicoafectivas ni su anhelo de pertenencia y reconocimiento. Con el agravante, además, de que este programa podría generar incentivos perversos que estimulen el crecimiento de las organizaciones armadas, simplemente por el objetivo de recibir el subsidio posteriormente.
Frente al segundo grupo, el Presidente anunció recientemente una ley de reconciliación nacional, en la que los narcotraficantes tendrían “un camino”. Todavía no es claro su alcance ni si va a incluir a personas dedicadas a otras economías ilegales, como minería ilegal, madera ilegal, contrabando, trata de personas, etc. No obstante, la experiencia nos ha demostrado que los acuerdos puntuales, aunque pueden lograr que la mayoría de quienes los firman se desvinculen del conflicto, no son eficaces para evitar nuevas formas de violencia.
En última instancia, mientras ser parte de la ilegalidad sea una forma de reconocimiento y validación, y de movilidad social en ciertos territorios, el fin de la violencia depende más de aspectos abstractos, como los referentes del inconsciente social, que de las apuestas económicas y jurídicas implementadas por los gobiernos de turno. De ahí que, para romper los ciclos de violencia que tanto hemos visto en Colombia, sea más importante poner la mirada en aquella necesidad que tenemos todos los seres humanos de hallar nuestro lugar en el mundo y sentir que somos “alguien”.
¿Será que, en el fondo, no estamos pasando de la guerra por el poder a la guerra por la codicia, sino a la batalla por “ser alguien”?
JULIANA MEJÍA