En pleno auge de la inteligencia artificial, la fragilidad de la memoria lleva a muchos a hacer juicios apresurados o a sacar conclusiones erróneas con poco asidero en la realidad. Y aunque es innegable que debido a la negligencia y la ineptitud del Gobierno el país se encuentra en una situación difícil en cuestiones de seguridad, economía, salud, estabilidad institucional y lucha contra la corrupción, no se puede afirmar que nunca habíamos estado tan mal como ahora.
Basta revisar la historia reciente, para ver que no han sido pocas las adversidades que como nación hemos tenido que afrontar, y que, pese a todo, hemos logrado superar, como la crisis bancaria de comienzos de los años 80, el desplome financiero de finales de los 90 o el colapso hipotecario del 2008 en Estados Unidos, cuyos coletazos también nos golpearon.
Tampoco hay que olvidar lo que ha significado en las últimas cuatro décadas el impacto del narcotráfico, que con sus acciones irracionales –además de sus perversas alianzas con guerrilleros y paramilitares– ha inundado este país de violencia, dolor y sangre, mientras no pocos agentes estatales, políticos y particulares de los más variados tintes se deleitan en las turbias pero copiosas fuentes del dinero ilícito.
Aunque hoy la situación es difícil, hay que recordar que en el último medio siglo, con pocas excepciones, hemos vivido en permanente estado de zozobra.
Esta memoria artificial también nos impide recordar que desde 1948, salvo pocas excepciones, hemos vivido en permanente estado de zozobra. ¿O es que ya nos olvidamos de masacres como las de Segovia, La Rochela, Honduras, La Negra o El Tomate, por mencionar unas pocas? ¿Y qué decir de los innumerables ataques guerrilleros perpetrados en poblaciones del Cauca, Caquetá, Valle, Antioquia o Nariño, entre otros? ¿O la toma de Mitú, en 1998, en la que fueron asesinados más de 30 uniformados y 11 civiles, y donde 61 policías fueron secuestrados? ¿Tampoco recordamos que las Farc no solo estuvieron en las goteras de Bogotá, sino que tenían sitiada a la capital, de donde no se podía salir sin correr el riesgo de ser secuestrado?
¿La amnesia de los fatalistas de hoy también los llevará a borrar el holocausto del Palacio de Justicia?, ¿y la tragedia de Armero?, ¿y los cuatro candidatos presidenciales acribillados en un solo cuatrienio?, ¿y la bomba contra El Espectador?, ¿y el avión de Avianca dinamitado en pleno vuelo?, ¿y el asesinato y secuestro de periodistas?, ¿y las bombas en los centros comerciales?, ¿y el secuestro de los diputados del Valle?, ¿y el atentado al club El Nogal...?
En fin, el espacio resulta insuficiente para mencionar la cantidad de hechos que contradicen a los profetas del desastre que, contra toda evidencia, siguen empeñados en hacernos creer que ya tocamos fondo.
Desde luego, los titulares morbosos y la desinformación dan puntos en las encuestas y en las mediciones de sintonía; pero aquellos políticos, periodistas, analistas y particulares que tratan de sacar provecho de la actual coyuntura deberían pensar si vale la pena seguir propagando el fatalismo a cualquier precio.
Es verdad que a Gustavo Petro le encanta sembrar zozobra con sus discursos sectarios e irresponsables, en los que insulta y estigmatiza a los que se atreven a cuestionarlo. También es cierto que su gestión es un caos y que el país ha retrocedido en muchos aspectos. Sin embargo, si recordamos de dónde venimos y las duras pruebas que hemos tenido que superar, podemos darnos cuenta de que aquí la resiliencia se practica desde mucho antes de que ese término se pusiera de moda.
Por eso, y a pesar de lo descuadernado que hoy se ve el país, sé que también saldremos de este bache; apegados a las instituciones democráticas y ceñidos a la Constitución. Y en la búsqueda de ese propósito, el primer paso es mermarle al catastrofismo, pues si nos dedicamos a sembrar pesimismo, solo cosecharemos frustración.