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La persistencia de la violencia y la ilegalidad

En las necesidades humanas de "ser alguien" y "pertenecer" hay una respuesta.

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En Colombia, desafortunadamente, la violencia no se acaba, sino que se transforma; las economías ilegales no desaparecen, sino que cambian de producto; y algunos actores armados –por fortuna no la mayoría– pasan su vida migrando de organización en organización. ¿Por qué, no obstante los grandes esfuerzos que hemos hecho por romper los ciclos de violencia en el país, tanto desde el enfoque político como desde el militar, persistimos en la violencia y la ilegalidad?
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Más allá de las respuestas clásicas de tipo político (ausencia del Estado en el territorio), económico (pobreza y desigualdad) y cultural (ser “pillo” paga), vale la pena analizar el tema desde la psicología y el comportamiento social.
En este país, muchas personas encuentran identidad, sentido de pertenencia y una posibilidad para “ser alguien” cuando forman parte de una organización armada ilegal. Ante el miedo profundo al rechazo y la exclusión, portar un arma y conseguir dinero rápido se convierten en un incentivo perverso para ganar “respeto”, “reconocimiento”, “validación”, e, incluso, para “ascender socialmente”. En el imaginario nacional está la sensación de que “en la sociedad colombiana solo hay tres élites: empresario, político e ilegal. Si uno no es rico, poderoso o peligroso, le pasan por encima”, tal y como lo afirma un excombatiente.
Al contrario de lo que se piensa, el dinero no es el fin de los que están arriba. El fin es el poder. Es esa falsa sensación de control y dominio que ofrecen las asimetrías de poder.
La existencia misma de situaciones de conflicto tiende a elevar el nivel de pugnacidad. Cuando las personas asumen una identidad de grupo, pierden parte de su capacidad de disertación y de su autonomía individual. Ante la euforia y la presión de grupo toman decisiones que individualmente y en “sano juicio”, probablemente, no tomarían.
La persistencia de la violencia y la ilegalidad en Colombia nos desafía a adoptar un enfoque más holístico y comprensivo del problema.
Experimentos de la psicología social, como el de Milgram y el de la cárcel de Stanford, muestran cómo personas “normales” se pueden volver opresivas y sádicas, hasta ser capaces de infligir castigos crueles a otros en determinadas circunstancias. Con la distancia del tiempo y el espacio, muchas personas toman conciencia de lo que ocurrió en el conflicto y afirman no entender qué les pasó al calor de los acontecimientos. Frases como “nosotros hicimos cosas muy malas. La guerra lo lleva a uno a cometer actos que en este punto uno se pregunta cómo una persona pudo haber dado esas órdenes”, “la guerra es una espiral que lo saca a uno de sí mismo” dan fe de esto.
Por otra parte, las personas aprendemos el hacer de las organizaciones que frecuentamos. Quien está dentro de organizaciones ilegales aprende cómo funcionan el secuestro y la extorsión, cómo opera la cadena de las economías ilícitas, etc. Aunque no existe una “escuela del delito” como tal, lo cierto es que, de tanto vivir en ese entorno, muchos terminan por aprender cómo funciona el mundo de la ilegalidad y por apreciar lo que allí ocurre; de forma tal que cuando salen es poco lo que saben hacer dentro de la legalidad.
En fin, la persistencia de la violencia y la ilegalidad en Colombia nos desafía a adoptar un enfoque más holístico y comprensivo del problema. Se requiere un cambio de paradigma que le dé al entendimiento profundo del comportamiento humano y de las dinámicas sociales el valor que se merece. En asuntos como las necesidades humanas de “ser alguien” y “pertenecer”, la “presión de grupo” y la “escuela del delito”, también hay una respuesta. De ahí la importancia de ofrecerle a cada persona un lugar dentro de la sociedad donde pueda visualizarse en el futuro, y de evitar la exposición a entornos delictivos.

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