La música a todo volumen desde el carro, en la playa, en el restaurante. La carrera para salir de primeras en el avión, antes de los que están sentados más adelante. El doble espacio de estacionamiento ocupado por un solo vehículo. La infracción de tránsito que da lugar a un trancón. La llegada tarde, donde el tiempo del otro no importa. Colarse en la fila. Llenar de grafitis las paredes de las casas ajenas.
La lista de las maneras en las que nos irrespetamos es infinita. Priorizamos sistemáticamente el capricho o la necesidad propios por encima del bienestar de los demás. Buscando lo que pensamos que nos dará felicidad, pisoteamos al prójimo, y no vemos que en esa carrera destruimos nuestro propio presente y nuestro futuro. Cada cual pone su grano de arena. Todos aportamos para reducir, en lugar de mejorar, nuestra calidad de vida.
En las sociedades más desarrolladas el respeto por los demás es la regla. Nuestra vida diaria, en cambio, es con frecuencia una cadena de pequeñas y grandes faltas de respeto, que no solo causan un desgaste innecesario, robando paz y alegría. También son un factor de baja productividad. Las economías desarrolladas marchan como relojes. Nosotros, en cambio, damos bandazos sin internalizar en el trabajo la importancia de respetar el tiempo de los demás. Acuérdense de que la baja productividad se traduce en bajos ingresos.
Una manifestación dolorosa y tremenda de la falta de respeto por el prójimo es lo que ocurre por estos días en Colombia, en las calles nocturnas de Cartagena. Una de las ciudades más preciosas del mundo, con potencial para atraer millones de turistas y ser fuente de desarrollo en el Caribe, es hoy centro de atracción turística por la prostitución. Tengo poco que decir sobre el sexo como transacción entre adultos que consienten, excepto que debe ser reglamentado, como cualquier otra actividad económica, incluyendo la reglamentación de los espacios en los que es inaceptable, por respeto con los demás. No hay derecho con lo que la falta de reglamentaciones básicas como esta les está haciendo a Cartagena y a Colombia.
Nos confundimos al punto de olvidarnos de lo más básico para la convivencia y el progreso, que es respetarnos los unos a los otros.
La otra mirada es la del trabajo sexual como única fuente posible de ingresos. Aquí el irrespeto es a los derechos humanos básicos y somos responsables todos como sociedad por permitir gobiernos que no consiguen dar las condiciones básicas para que todos tengamos vidas que podamos valorar.
La tercera mirada es sobre la trata de personas y la prostitución de menores, unos de los crímenes más abominables. Es un irrespeto con la sociedad que no recaiga sobre los responsables de estas actividades todo el peso de la justicia. Dos palabras, finalmente, sobre los hombres sin los que estos mercados no existirían. Los milenios de machismo ancestral cada vez son menos buena defensa. El mundo será otro cuando las mujeres sean respetadas en toda su integridad y dejen de ser aproximadas como objetos. A cuestionarse y a cuidar mejor a los niños que serán los hombres de las próximas generaciones. La falta de respeto que requiere el juego que proponen resulta de carencias profundas.
De la generación de robots a la que pertenece Adam, el maravilloso protagonista de la novela Máquinas como yo, de Ian McEwan, ninguno lleva bien la vida entre los humanos. “Están mal equipados para entender los procesos de decisión humanos, la manera en que nuestros principios son atrapados en el campo de fuerza de nuestras emociones, nuestros peculiares sesgos y otros defectos de nuestra capacidad cognitiva. No pueden entendernos, porque nosotros no podemos entendernos a nosotros mismos”. En estos términos explica el Alan Turing de la novela el desasosiego que lleva a la mayoría de ellos a autodestruirse. La condición humana es desesperante.
Nos confundimos al punto de olvidarnos de lo más básico para la convivencia y el progreso, que es respetarnos los unos a los otros. El respeto básico como principio inamovible. Otros serían el curso de nuestras sociedades y nuestras conversaciones. Respetándonos, podríamos tal vez volver a conversar.
MARCELA MELÉNDEZ