Una metáfora, imaginemos una empresa, ‘Conglomerado Medellín’. Su complejidad es extrema: posee una trascendencia de propósito imponente, una diversidad de clientes inaudita, una responsabilidad y dificultad financiera y legal enorme que exige filigrana y un volumen de empleados sobrecogedor. Además, por norma, su presidente ejecutivo tiene cuatro años para conseguir ejecutar sus proyectos y conquistar sus indicadores de gestión, tantos vaivenes naturalmente hacen que exista una cultura organizacional difícil y confusa, incluso corrupción, y su desarrollo corporativo esté sometido a niveles superiores de estrés.
Este conglomerado obtuvo en una sola de sus empresas, Empresas Públicas de Medellín (EPM), ingresos operativos por 25.256.929 millones de pesos en el 2021, lo que la hace conquistar a ella sola el segundo lugar, después de Ecopetrol, del listado de las 100 empresas más grandes de Colombia. Ahora bien, ¿cuáles son los candidatos y cómo se elige el CEO (presidente ejecutivo) de esta empresa? Esa es la verdadera complejidad de elegir un alcalde.
Este ejercicio surgió cuando estudié a los candidatos a la alcaldía de Medellín en el 2019. Observé el deficiente nivel de los competidores que por alguna extraña razón, ya sea noble –pero torpe– o non sancta, llegaron a la conclusión de que estaban capacitados para asumir la dirección del “Conglomerado”. Una sociedad inteligente se permitió postulantes débiles. La elección sería evidentemente impredecible.
Medellín se equivocó: los candidatos eran hombres jóvenes simpáticos, pero carecían de la experiencia que requiere istrar el “Conglomerado” con éxito.
Entonces era pertinente un retrovisor político de lecciones:
1. Carisma. Un candidato debe reflejarse con su comunidad. Y no es un reto menor, especialmente si se hace, como debe ser, con honestidad. La mayoría de los candidatos tenían esta cualidad, unos más astutos que otros.
2. Fondo. El candidato de más riesgo después del corrupto es el que tiene carisma sin fondo. Un individuo con entusiasmo pero con carencia de conocimientos y programa. Ninguno resistía una mirada profunda sobre sus promesas, enmudecían ante cuestionamientos sobre detalles, cronogramas y financiaciones. Sus respuestas se convertían en retomar el eslogan de campaña para conquistas naives. Solo candidatos sólidos y votantes educados discuten programas.
3. Eslogan. La oportunidad de emocionar. Cada generación tiene sus propias preocupaciones, nacen de su lectura sobre los progresos y se vuelven su identidad. La juventud, acertadamente, ha puesto su mirada en la paz, la equidad, la corrupción y el medio ambiente. Sagazmente, solo unos lo hicieron su bandera, cuando nada mamertas son estas preocupaciones.
4. Pasados y alianzas. No hay político ni persona sin historia. Lo esencial es la transparencia, las lecciones aprendidas y proyectadas. Un político debe ser un líder ejemplar e inspirador; por tanto, sus valores y ética son fundamentales. Sus alianzas los reflejan y los votantes toman nota.
5. Endosos. Ya no funcionan. Los partidos cada vez más dejan de ser lugares de encuentros de ideas para convertirse en creaciones oportunistas. Sus líderes se vuelven estrellas o caudillos, pero no forman. Los grandes “endosos” perdieron, mientras que la “independencia” (entre comillas) ganaba adeptos.
6. Era digital. El lugar de la política contemporánea. Entiendo las lealtades, pero son nuevos talentos los que se requieren en el manejo de datos y algoritmos, las herramientas de las nuevas campañas que se suman a las calles. No todos los precandidatos manejaban el mismo nivel y tácticas.
Medellín se equivocó: los candidatos eran hombres jóvenes simpáticos, pero carecían de la experiencia que requiere istrar el “Conglomerado” con éxito. Los políticos deben ser agentes de cambio. Un político de ese perfil no se improvisa. Las consecuencias son la mayor lección de un retrovisor político. A un año del 29 de octubre de 2023, la conversación está tarde.
MARTHA ORTÍZ