Un día cualquiera ocurre, aun entre quienes, como yo, llevamos una vida afortunada, que la tragedia irrumpe. En este caso, aparece en la forma del correo electrónico escrito por el director de la sección preescolar del colegio de mi hijo. El mensaje dice que un monitor de la cafetería ha sido retirado de su cargo por presuntos abusos a dos niñas menores. Dice que la policía adelanta una investigación, que hay denuncias, testigos y un proceso en curso, dice que atenderán las inquietudes de los padres de familia en unos horarios y fechas establecidos. Piden que, para poder acceder a la reunión informativa, nos inscribamos con antelación.
Al día siguiente asisto a la cita, en la que estamos una veintena de personas. Explican que no pueden entrar en detalles, pero han sido retiradas las puertas de los baños de la sección preescolar del colegio, así como la utilización de celulares en horario laboral por parte de los empleados. Las dos niñas son amigas, explican. El proceso se abrió con base en sus testimonios.
Estamos llenos de preguntas. ¿Cuál es el protocolo de supervisión en las horas de los recreos? ¿Habrá más niños afectados? ¿Cómo saber si la mía, o el mío, pudo haber sido víctima del predador? ¿Cuánto tiempo llevaba esta persona vinculada a la institución? ¿Se abordará la temática con los demás menores? ¿Tiene sentido hablar de sexualidad a niños de entre tres y seis años? ¿Cómo garantizar el control sin caer en la vigilancia y la invasión del espacio privado? No faltan los padres que piden cámaras en todos los lugares, los que aseguran que sacarán a sus hijos la semana siguiente de la institución, los que dicen que ya lo veían venir, los que acusan, los que lanzan toda clase de propuestas, los que callan con la mirada perdida, los que salimos, sin saber por qué, a defender la escuela, pues “no se puede responsabilizar a una entidad de un acto individual”. Todo eso contenido en más de una hora tensa como una navaja de la que salimos asustados por igual, cabizbajos por igual, tensos, aterrados.
De regreso a casa pienso en las víctimas y en sus familias. No puedo evitar preguntarme si, como hacen muchos amigos, debería bajar las fotos de mis hijos que tengo en las redes sociales, mantener la guardia arriba, estar más presente, por no decir vigilante, de sus movimientos y compañías. La sensación de acecho aparece como una sombra oscura que surge en los momentos más inesperados. La incredulidad que suele acompañar a la tragedia nos deja a todos abrumados, perplejos. ¿Y ahora qué? Dice una voz en ‘off’, pasmada, ansiosa, brutal como una bofetada en la mitad de una conversación alegre.
Me queda claro que el colegio al que llegábamos joviales, justamente por la sensación de confianza recíproca y bienestar compartido, ya no volverá a ser el mismo. Me queda claro que eventos como este vienen a marcar un antes y un después en los protocolos y rituales que vamos definiendo como sociedad. Primero derribar las puertas de los baños, luego instalar cámaras de seguridad, después aumentar el personal que, a su vez pasará a ser doblemente vigilado, y así, vigilar a quien vigila, controlar a quien controla, en una espiral sin fin.
Me pregunto si no será así como en función de la protección y del cuidado, del respeto y la dignidad, justamente, entramos al mismo tiempo a coartar libertades que constriñen el respeto y la dignidad individuales. No tengo respuestas, solo un montón de inquietudes. Reafirmo lo complejo que resulta conjugar las experiencias particulares con las generalizaciones que llevan a nuevas reglas que encontrarán a su vez, hasta generar otras maneras de ser burladas. Y así se va tejiendo la espiral de la vida, sus cambios, sus dramas súbitos, violentos en su repentina interrupción de lo que dábamos por sentado. Tragedias cotidianas que nos dejan a todos perplejos, temerosos, impotentes y a unos cuantos les rompen.
MELBA ESCOBAR
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