La quimiotaxis es un fenómeno conocido desde 1607 cuando Van Leeuwenhoek observó células por primera vez. Hoy sabemos que sucede prácticamente con todas las células que migran hacia fuentes de nutrientes. Fue uno de los temas que estudié cuando empecé el doctorado en bioquímica. Yo era muy ignorante en biología porque venía de la rama química de esa disciplina. El fenómeno de base (ese muy físico) que es la difusión, lo tenía claro. Si uno tiene una fuente de una molécula, digamos glucosa, la concentración a su alrededor es alta, y las moléculas se difunden hacia zonas aledañas. Así se forma un gradiente, que es una escalera o, mejor, una rampa, de concentración decreciente. La célula entonces reconoce con facilidad la dirección en la que debe migrar. Usa su ‘olfato’ para acercarse a la fuente rica en alimento, avanzando de una concentración baja a otra un poco mayor, y así, paso a paso.
En asambleas universitarias, con un compañero inventamos el término ‘laurotaxis’, que es, por analogía, la tendencia a moverse buscando la mayor concentración de alabanzas y aplausos. Muchos habrán asistido a esos foros en los que el orador va cambiando sutilmente el contenido de su discurso de acuerdo con los aplausos que produce. Una idea que es recibida en silencio se abandona prontamente, mientras que la que genera júbilo y aplauso se repite aumentada en un verdadero crescendo.
El siguiente orador dirá, como se acostumbra, que no quiere repetir lo que ya se ha dicho, y a continuación lo repetirá, empujando la idea un poco más en la rampa, en dirección a la mayor concentración de ovaciones. La técnica es infalible para sentirse inteligente y apreciado.
Lo que no sospechábamos en esos años de juventud era qué tan popular se iba a volver la ‘laurotaxis’. En unos años llegó a ser el instrumento más importante en el debate público. Ya no es necesario hacer análisis complejos con explicaciones profundas de los fenómenos sociales, ni siquiera es necesario pronunciar discursos cargados de ideología política, basta con arengar algo simplón, pero que produzca aplausos.
En esta era de internet se llaman likes y se miden en encuestas de opinión en las que no hay que escribir nada, basta usar el emoticón del pulgar arriba o el del pulgar abajo, como un emperador romano decidiendo sobre la vida del gladiador (por cierto, para que no nos creamos demasiado innovadores, dicen que Nerón se hacía acompañar de cinco mil soldados que tenían la función de aplaudirlo).
Una prueba de lo que se necesita para lograr esos aplausos la tuvimos hace dos años, cuando la cuenta de Instagram @world_record_egg logró 52 millones de likes para la fotografía de un huevo, derrotando a Kylie Jenner, quien tenía el récord hasta entonces con solo 18 millones (sin haber hecho para conseguirlos mucho más que el huevo).
El asunto llegó al campo científico (¡si mi amigo y yo lo hubiéramos sabido!). Una de las revistas de la Royal Society (la academia de ciencias británica) publicó en 2013 un artículo de matemáticos suecos y de biólogos teóricos ingleses y alemanes que demostraba que el aplauso es contagioso. Lo hicieron con un modelo matemático, analizando en cientos de imágenes de reuniones estudiantiles el momento en el que empezaban, su duración y su intensidad.
Hace unos días hubo un aplauso atípico. Los alemanes (muchísimos de ellos) aplaudieron durante seis minutos seguidos a Angela Merkel, una política de centro, tirando hacia la derecha, que dirigió el país durante 18 años. Esto pareciera decirnos que la mejor forma para recibir aplausos es no perseguirlos, y que en el largo término la ‘laurotaxis’ es una estrategia mediocre. El mundo sigue siendo serio, aunque sus habitantes seamos, a menudo, un poco payasos.
Moisés Wasserman