Vivimos una época de difusión de falsedades. Se dicen y se creen con una facilidad pasmosa. No es exclusivo de estos tiempos ni de estas tierras, pero uno hubiera esperado que con tanto a información, y la facilidad para la constatación de los hechos, eso debía mejorar. Me vino a la memoria un número especial de Scientific American de hace unos años sobre “verdad, mentira e incertidumbre”.
Había en él un artículo de dos profesores de lógica y filosofía de la ciencia que se preguntaban por qué se cree en mentiras. Empezaban contando la historia de una gran oruga que en 1869 atacó plantaciones de tomates en Estados Unidos. Corrió el cuento de que era más venenosa que la serpiente cascabel e inmediatamente aparecieron noticias de muertos por su mordedura. Fue una epidemia de desinformación.
Las orugas constituían una amenaza para los tomates, pero eran completamente inofensivas para humanos y animales. Los entomólogos ya lo habían demostrado, y en los laboratorios de química no encontraron en ellas ninguna traza de veneno. La ‘epidemia’ creció y la gente creyó más en la mentira que circulaba de boca en boca que en las evidencias científicas.
A la larga el pensamiento crítico y riguroso y la búsqueda honesta de la verdad nos darán tranquilidad, y nos ayudarán a acertar.
Psicólogos y matemáticos desarrollaron para explicarla un modelo similar al de una epidemia viral. El modelo los ayudó a entender; tal vez hubiera sido aplicable también a la epidemia de parálisis en jóvenes en El Carmen de Bolívar, hace unos años, supuestamente causada por la vacuna contra el virus papiloma.
Los modelos describen los fenómenos, pero no los explican. Las explicaciones son más complejas, en varios niveles, y con apoyo de distintas disciplinas. Los sesgos y las falacias lógicas (que he abordado acá muchas veces) son, sin duda, sustento importante para la creencia en mentiras: la tendencia a escoger solo información que nos reconfirme en nuestros prejuicios, el método de cherry picking –escoger solo ‘buenas cerezas’– cuando se revisan evidencias, la necesidad del aplauso (los likes en redes), el narcisismo y otros participan en la consolidación de esas mentiras que se asumen con entusiasmo. Los discursos recientes del Presidente y los apoyos que recibe en las redes podrían ser usados como ejemplos didácticos de cómo de unas premisas se deduce lo que no se puede deducir y se concluye lo que no se puede concluir.
El relativismo cognitivo que se ha impuesto en algunos círculos filosóficos modernos (más bien posmodernos) es parte del fenómeno. La gente dice, como si fuera verdad revelada, que no hay una verdad objetiva: “Su verdad es que la oruga no es venenosa; la mía es que sí es venenosa. Respetemos las dos porque son igualmente válidas”. (Esa ‘verdad revelada’ es una paradoja que se refuta a sí misma).
Para responder cómo se propaga la mentira se han desarrollado modelos más sofisticados. Hace años algunos economistas desarrollaron uno complejo para estudiar la diseminación de las creencias falsas. Los autores que mencioné al principio propusieron apoyarlo en dos ingredientes: la “confianza social” que a veces acepta, en forma sesgada, que unas fuentes son confiables y otras no, y eso (lo hemos visto) puede ser perversamente usado por desinformadores. La segunda es la “conformidad”, que es la preferencia a creer lo mismo que cree el grupo con el que uno se identifica. Recibir el ‘refuerzo emocional’ de la aprobación de su grupo es muy humano, pero eso no vuelve verdaderas las creencias.
La mentira es tentadora, se difunde eficientemente por redes y os sociales. Ser parte del acuerdo de un grupo con su líder produce descargas de dopamina y gran placer ¿Pero es eso lo que queremos? A la larga el pensamiento crítico y riguroso y la búsqueda honesta de la verdad nos darán tranquilidad, y nos ayudarán a acertar.
MOISÉS WASSERMAN