En los últimos años se han publicado varios libros sobre nuestros orígenes. Han surgido nuevas hipótesis sobre cómo llegamos a ser una especie inteligente y moral. Uno de esos libros es The Goodness Paradox (La paradoja de la bondad), con el subtítulo de La extraña relación entre la virtud y la violencia en la evolución humana. Su autor es Richard Wrangham, profesor de antropología biológica en la Universidad de Harvard, antiguo discípulo de Jane Goodall, especializado en sistemas sociales de primates, sobre todo de nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los bonobos.
La paradoja a la que se refiere el título es nuestra capacidad para ser buenos y generosos y al mismo tiempo capaces de una gran maldad. Menciona ejemplos como Hitler, quien fue vegetariano y manifestó un inmenso dolor con la muerte de su mascota Blondi, mientras exterminaba a millones de personas. Pol Pot, el sanguinario dictador de Camboya, responsable de la muerte de la cuarta parte de sus compatriotas, era antes un tranquilo profesor de historia sa. Se ha tratado de explicar al humano con una gama de teorías filosóficas entre dos extremas: la de Rousseau, quien creía que el humano era bueno pero la sociedad lo corrompía, y la de Hobbes, quien lo concebía como naturalmente perverso.
Wrangham propone en este libro algunas ideas novedosas que solo habían sido discutidas antes en ámbitos académicos especializados. Plantea la existencia de dos clases de agresiones diferentes. Una agresión reactiva, que es la explosión de furia contra actitudes de los otros, y que está muy disminuida en humanos, comparada con los simios, y otra agresión proactiva, fría y calculada, acentuada en los humanos, y que explica alianzas y estrategias bélicas. Los comportamientos humanos aparentemente contradictorios se explican con ese equilibrio. Son iguales en toda la especie, hay evidencias de que existían ya en nuestros antecesores tempranos.
Ese equilibrio nos define como una especie domesticada. Compartimos la agresividad moderada y otras características, definidas por etólogos y antropólogos, con los amables bonobos (cercanos a nosotros) y con otras especies domesticadas como perros, gatos y vacas.
Las explosiones cotidianas de furia, en la política y en las redes, parecen devolvernos a momentos prehistóricos.
Pero somos una especie que se autodomesticó, y habría que explicar cómo sucede eso. En los bonobos también pasó. Son una especie con rasgos domésticos, sin que el o con humanos haya sido la causa. Una explicación (que propone el autor) es la formación de alianzas entre las hembras para castigar (expulsando o matando) a los machos abusivos. Parece que la fuerza domesticadora de los bonobos fueron sus hembras.
En los humanos no fue así, y el autor discute dos teorías. Una es el chisme. Con el surgimiento del lenguaje, se conocían en el grupo las actitudes negativas de algunos de sus . El interés en tener una pareja protectora de la progenie seleccionó lentamente individuos con baja agresividad reactiva. Es decir, el prestigio social fue la fuerza domesticadora. Otra teoría es que esa fuerza fue la pena de muerte que se aplicó –durante algo así como 300.000 años– contra aquellos que tenían actitudes socialmente disruptivas, que perjudicaban al grupo. El autor, no obstante lo simpática que parece la primera teoría opta por la segunda, que depende de la agresividad proactiva. Es decir que paradójicamente nos domesticó nuestra propia agresividad.
Las explosiones cotidianas de furia, en la política y en las redes, parecen devolvernos a momentos prehistóricos de la otra, la agresividad reactiva, que suponemos debe de estar dominada. La historia del desarrollo de la especie es interesante, tal vez también pueda ser útil. ¿Será que algún día veremos a antropólogos y evolucionistas asesorando a políticos en bondad? Quién quita.
MOISÉS WASSERMAN
@mwassermannl