Elección y revolución.
Dos expresiones en apariencia contradictorias. La una refiere a disputas pacíficas. La otra evoca eventos violentos. Algunas elecciones, sin embargo, desembocan en conflictos civiles. Las revoluciones no siempre van acompañadas de baños de sangre: abundan revoluciones pacíficas.
¿Elecciones revolucionarias?
Tal es el nombre genérico que, con el historiador Andrew Robertson, profesor de CUNY, en Nueva York, le hemos dado a un conjunto de elecciones en las Américas en un libro que preparamos para Oxford University Press. El libro cubre el período 1800-1910. Su interés y contenido es histórico. Pero el concepto puede tener alguna relevancia al examinar el significado de elecciones recientes.
Por “elecciones revolucionarias” entendemos aquellas disputas en las urnas con enormes efectos transformadores para las sociedades donde han ocurrido, o cuyos resultados determinan nuevos rumbos políticos de gran significado. La noción se inspira en Thomas Jefferson, quien se refirió a su propia elección en Estados Unidos, en 1800, como “una revolución real en los principios del gobierno”.
Era la primera vez que un candidato de “oposición” llegaba al poder en el mundo tras los resultados de una elección. Pasaron décadas, más de un siglo, antes de que la alternancia por vía de la derrota en las urnas de quienes gobiernan se convirtiera en un episodio “normal” y legítimo en las democracias.
A muchos les sorprenderá saber que, durante la primera mitad del siglo XIX, la mayoría de los pocos casos de alternancia electoral tuvo lugar en las Américas: Estados Unidos, Venezuela, Nueva Granada. A las elecciones europeas de entonces se las llama “silenciosas”: eran, por lo general, escasamente disputadas.
Que los gobiernos pierdan elecciones siguen siendo eventos raros. Más aún en décadas recientes de “retrocesos democráticos” y de autoritarismos arropados en farsas electorales.
Venezuela tiene una importante tradición electoral que merece mayor reconocimiento. Con antecedentes simbólicos: con la elección de José María Vargas a la presidencia en 1835, Venezuela fue el primer país en Latinoamérica donde el Gobierno entregó el poder a un candidato de oposición por decisión de las urnas.
Es una tradición de raíces decimonónicas que se aprecia mejor en perspectiva comparada. Sufrió serias interrupciones, sobre todo en largas dictaduras del siglo veinte, pero fue retomada con la democratización inaugurada por Rómulo Betancourt en 1959, cuando Venezuela lideró trayectorias democráticas en un continente pronto dominado por regímenes militares. Fue esa tradición electoral la que permitió a Hugo Chávez llegar a la presidencia en 1999.
Fue el mismo Chávez quien, ya apuntalado en el poder, construyó un régimen que le fue restando espacios a la oposición hasta negar la posibilidad de la alternancia.
Pero las tradiciones electorales, más aún aquellas de raíces bicentenarias, sorprenden a veces por su capacidad de resistencia. Así lo muestra la jornada venezolana del pasado 28 de julio. A pesar de una campaña llena de irregularidades, el electorado desafiante parece haberle dado el triunfo a una oposición arrinconada por un sistema represivo.
Es muy pronto para conocer el verdadero impacto de estas elecciones. Reina la incertidumbre, acompañada por la incredulidad ante las cifras oficiales de los resultados, alimentada por el burdo comportamiento del régimen que se niega a publicar las actas electorales. Queda clara la revitalización de las tradiciones electorales venezolanas, en la movilización de la oposición a las urnas.
En muchos aspectos esta parece ser una “elección revolucionaria”.