Permítame, amigo lector, hacer una lectura del premio Nobel de Economía 2024, otorgado a dos grandes académicos de las ciencias sociales, Daron Acemoglu, profesor en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y James A. Robinson, politólogo de la Universidad de Harvard, en su obra ‘Por qué fracasan los países’. Ellos nos presentan las razones por las que sigue habiendo países pobres. Los autores muestran de forma convincente que los países escapan a la pobreza solamente cuando tienen instituciones económicas apropiadas, especialmente en lo referente a competencias y propiedad privada.
Afirman que existe una mayor probabilidad de que los países desarrollen las instituciones adecuadas, cuando tienen un sistema político plural y abierto, con competencias entre los candidatos a ocupar cargos públicos y un amplio electorado con capacidad de análisis crítico para saber elegir. Definitivamente la pobreza es una decisión, no es un hecho que viene como fruto del acaso o de la fatalidad. Los países pobres han decidido ser pobres.
La pobreza no está meramente en el hecho sociológico de la miseria misma. Hay algo más profundo. El problema está en el ‘disco duro’, en la mentalidad. Veamos un ejemplo –nos lo presenta el libro en mención–, dos ciudades limítrofes, pegada la una a la otra. Se trata de Nogales (Arizona, Estados Unidos de América) y la otra, Nogales (Sonora, Estados Unidos mexicanos).
Son dos ciudades completamente distintas. Están ubicadas en el mismo territorio geográfico: la una rica y la otra, totalmente pobre. En una y otra habitan seres humanos, hablan idiomas distintos, pero esto no es lo que hace la diferencia. La diferencia está en la mentalidad.
Los países escapan a la pobreza solamente cuando tienen instituciones económicas apropiadas, especialmente en lo referente a competencias y propiedad privada
Con frecuencia, por no decir siempre, los países pobres están dotados de grandes riquezas y, sin embargo, son pobres. Hay países como Finlandia, que tiene una de las economías más sólidas del mundo y no es un país rico; ubicado casi en el Polo Norte, tiene el índice de educación más alto del mundo y el aprovechamiento de la riqueza natural es enorme. Es uno de los países con casi cero corrupción.
En los países pobres, se roban hasta un hueco. La avidez por el dinero fácil es insaciable y todos quieren ganar el máximo con el mínimo de exigencias. El dinero del Estado es buscado con paroxismo y la cultura del robo cada día va haciendo carrera, haciendo metástasis en todas las esferas.
La mentalidad del trabajo es el lugar común de los países desarrollados; sin trabajo productivo no hay desarrollo. La democracia participativa, con alta educación política, es su carta de navegación. Allí no se eligen los gobernantes por colores o retórica política, sino por los programas y resultados que den a su gestión. Allí no se casan con un partido, se casan con un programa. Allí, los gobernantes no tienen sueldos exorbitantes sino acordes con la realidad social del país.
Allí, los parlamentarios se dedican a legislar, no a buscar puestos para sus electores y ser bufones del gobierno; de esta manera son críticos de la gestión de la Rama Ejecutiva; los jueces, juzgan no legislan. Las ramas del poder público están coordinadas, pero, a su vez, son independientes. Allí, los sindicatos ofrecen; aquí piden. Allí no se presentan casi huelgas, basta el Código Sustantivo del Trabajo. Allí, a los trabajadores no los defienden los sindicatos, los defiende la ley. La ley no reivindica derechos, exige el cumplimiento de la esta.
Allí existe una ley antimonopolios que se cumple y los funcionarios públicos no son venales; por eso alcanzan los presupuestos para atender un excelente servicio de salud y una óptima educación. Allí los altos funcionarios públicos no van con una cauda de escoltas, desgreñando el erario y con donaire de poder. No saldremos del subdesarrollo mientras no cambiemos la mentalidad. Sin ética no hay desarrollo.
FROILÁN CASAS
Obispo emérito de Neiva